No son tan malos. No les sale. Son brutos sólo de la cáscara para fuera: dentro hay remordimiento, amores mal cicatrizados y un mensaje fraternal metido a presión. Son súpervillanos de goma. Esa es la fundamental razón en la que se ha parapetado la crítica para llamar decepcionante a Escuadrón suicida, la nueva de David Ayer. La bondad de fondo. El espectador está sediento de alimañas, de carne fresca y violencia fundamentalista; y a esta pandilla de perturbados no se les puede odiar. Hasta al revés: es fácil ponerse de su parte, engancharse a la camaradería interna de los malos y poner en entredicho las buenas intenciones del poder institucional. No deja de ser una película para todos los públicos, ya que la contención de Warner-DC significa que ha olvidado que se puede hacer un filme de superhéroes para adultos y triunfar en taquilla (miren Deadpool).
Ayer lleva demasiada responsabilidad sobre los hombros tras el fracaso de Batman v Superman y es injusto. Ha respondido a los primeros linchamientos con un "Prefiero morir de pie que vivir de rodillas" y ha recordado que ama y cree en su película. Como debe ser. La fantástica Viola Davis es aquí Amanda Waller, una férrea agente secreta estadounidense llena de dobleces que propone reunir en una guerrilla a los presos más peligrosos y hábiles -hasta la metahumanidad- para que combatan los peligros que acechan al Estado. Casi nada: como un Hermano mayor a lo bestia, acelerado; como un cursillo rápido de domesticación a cambio de una rebaja de condena.
Presos desechables
Servir al sistema durante un ratito, coquetear con la redención. Todo es una farsa: en el fondo, los consideran desechables y quieren utilizar sus cuerpos y su fuerza para ponerlos en primera línea y verlos caer. La idea -primero cómic; en los cincuenta por Kanigher y Andru y en los ochenta por John Ostrander- está basada en hechos reales: durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de soldados indisciplinados e irreverentes fueron enviados a la Isla de los Dinosaurios a cumplir misiones encubiertas para el gobierno de EEUU.
Harley Quinn es el indiscutible éxito de la película: arrolla, enternece, seduce, chirría; y después te destroza con su bate
En esta versión está el líder, Will Smith, como Deadshot, un asesino a sueldo que nunca falla un disparo. Y ahí la carismática Margot Robbie como Harley Quinn, una hermosa, psicótica y divertida criminal que anda enamorada de El Joker (el narrativamente intermitente pero genial Jared Leto). Ella es el indiscutible éxito de la película: arrolla, enternece, seduce, chirría. Es una muñeca con dos coletitas pintadas y un pantalón diminuto que masca chicle, se hace la conejita sexy y después te destroza con su sempiterno bate, sonriendo con cinismo. Pero tanto a uno como a otro le laten emociones bajo el plomo: Deadshot haría cualquier cosa por volver a pasar tiempo con su hija y por hacerla sentir orgullosa de su padre; Harley Quinn fantasea con una vida "normal", con desayuno copioso, rulos e hijos con el prendita de su novio.
Eso es lo que, principalmente, les diferencia de Amanda Waller. Que la sargento no muestra ápice de sensibilidad alguna en todo el filme. Ellos son extremistas, bruscos, pasionales y han perdido el control sobre sí mismos; ella es un robot institucional que acojona y genera admiración a partes iguales, de puro estoicismo, de loca frialdad. La conciliación entre el sistema y la anarquía no es posible, no del todo, aunque estén enganchados con fixo al mismo bando.
Malos con flow
Otros de los villanos del clan -que, inevitablemente, pasan a un segundo plano- son Diablo (Jay Hernández) y Killer Croc (Adewale Akinnuoye-Agbaje). El primero es un hispano tatuado hasta la frente que tiene el don de controlar el fuego; el segundo, un monstruo con forma humana pero piel de cocodrilo y dentadura de rape. La enemiga común de todos ellos -desde la crew en libertad condicional a la agencia secreta- es Cara Delevigne, una arqueóloga que no se pudo estar quietecita y abrió, en una remota cueva, un frasco que contenía el espíritu de una bruja milenaria. En el devenir lógico de los acontecimientos, se metió en su cuerpo y ahora quiere esclavizar el mundo. No entiende que los humanos de esta era ya no adoren a los seres encantados, sino a las máquinas.
Qué bien nos caen los chicos marginales. Son atractivos, chulescos, agudos, tienen flow y una banda sonora exquisita con la que le dan a uno ganas de ponerse las gafas de sol y buscar bronca en el barrio
Escuadrón suicida provoca que el espectador empatice con este club de Don Nadies expulsados de la sociedad, hijos malditos del mundo moderno. Qué bien nos caen los chicos marginales. Son atractivos, chulescos, agudos, tienen flow. Y una banda sonora exquisita con la que le dan a uno ganas de ponerse las gafas de sol y salir a buscar bronca al barrio.
Representan esa parte de nosotros incapaz de calibrar sus fuerzas -cuando ama, cuando muerde, cuando odia- y que está tan mal vista por las leyes no escritas del decoro. Sin embargo, ellos no conspiran en secreto, no tienen intereses ocultos, son salvajes y van de frente, cosa que no se puede decir de la inteligentísima tirana Waller y sus camaradas vestidos de chaqueta. El gobierno y sus súbditos serían capaces de venderse entre sí por un poco más de poder, por algo más de influencia; pero un villano de pata negra nunca traiciona a otro colega villano. Dentro de su caos hay estatutos de honestidad y fidelidad; mientras que los poderes de Estados Unidos se muestran despóticos y arbitrarios en sus decisiones. Esta idea abre una puerta oscura y casi moralista: ¿es posible ser mejor persona fuera de la ley que dentro de ella?