Winfried va diciendo por ahí que ha alquilado una hija postiza porque la suya nunca está. Le sale a cuenta: hace mejores tartas que la original y le ayuda a cortarse las uñas de los pies. Él (Peter Simonischek) es un padre enorme y extravagante, un anfibio entre la ternura y el sarcasmo. A ratos parece un marinero perdido en la gran ciudad, un tipo fuera de norma, ajeno a la naftalina del protocolo, y a ratos sólo lo que es: un caricato desesperado por comunicarse con Ines (Sandra Hüller), la niña frígida que abandonó su Alemania natal para incrustarse en la vida ejecutiva de Bucarest.
Este viernes se estrena Toni Erdmann, dirigida por Maren Ade. Ha ganado cinco premios del cine europeo y es la favorita para hacerse con el Oscar a mejor película de habla no inglesa. Aborda los dos compartimentos estanco que son el cerebro de un padre y de una hija; y siempre la lucha de él por estar más cerca de ella, por agrietar su coraza, por arrancarla del mundo gris y metódico de la empresa. Aunque sea regalándole un rayador de queso: el viejo le explica que la gente que raya queso es gente capaz de abstraerse, de no pensar en nada, de poner la vida en pause para rajar con cuidado ese trozo de cielo lácteo y proteger los dedos. Pequeñas verdades sencillas para defecar en el utilitarismo.
¿Quién es la víctima aquí? ¿El anciano torpe e inadaptado o la hija aséptica? "Los dos son víctimas de sí mismos", explica a este periódico la directora. "Especialmente para ella. Siempre tuve claro que, aunque fuese una mujer en un mundo de hombres, es importante verla como una persona fuerte, muy decidida, y que puede o no puede hacer las cosas". Pero hay una escena en la que el presidente de la empresa que Ines quiere externalizar se dirige a ella sólo para pedirle que acompañe a su mujer de compras, sin tratarla como a una igual. "Sí, y ella lo hace porque quiere llegar muy lejos en su trabajo. Nadie la obliga. No es una víctima. Sabe que no puede cambiar a los demás, pero puede modificarse a sí misma y decir 'no'".
¿Eres feliz?
Ines es una mujer pegada a un móvil, una profesional peleona que busca constantemente hacerse respetar por sus compañeros hombres. Ha perdido la capacidad de placer. Se ha vuelto una autómata obsesionada en la escala, en el éxito, en el beneficio. Tiene que presentarse su padre por sorpresa en Bucarest y hacerle la pregunta maldita -"¿eres feliz?"- para que empiece a tambalearse, muy poco a poco, su lente capitalista.
Winfried representa a una generación veterana que no entiende de pádel, de spa ni de análisis DAFO, que se maneja en otra jerga y que revienta de humanismo: es curioso que su sabiduría ancestral, su humildad y su naturalidad le hagan mil veces más libre que a la niña que navega en la modernidad.
Dice Maren Ade que entiende que sea más fácil identificarse con Winfried porque está "en el lado humano de la vida", pero que hay que repensar: "Ines escoge su trabajo porque lo hace muy bien, y es perfectamente consciente de todas las cosas horribles que ocurren en su mundo. Aun así, siente que es necesario hacer lo que hace: salvar o recuperar empresas, impedir que caigan", aunque haya un coste humano. "Ella cree en el progreso, en el desarrollo económico e industrial". Y también es lícito.
Tu padre es tu coach
Pero, ¿cuál es la gran barrera de comunicación que hay entre los dos? "Intenté construir la película de forma muy abierta para que cada uno pueda escoger la razón que les impide comunicarse", explica a este periódico la directora. "En realidad creo que no ocurrió nada especial, pero el tiempo hizo que se perdieran, que se alejaran", reflexiona.
Es por eso que Winfried busca un alter ego, Toni Erdmann, que no es más que él mismo con una dentadura desagradable y una peluca oscura, haciéndose el coach, por aquello de integrarse en el ecosistema cool de su hija. "Toni Erdmann abre otra puerta. Es una puerta nueva para que se comuniquen... de pronto, son dos extraños que se vuelven a encontrar. Eso ocurre en muchas familias. Sus miembros pierden la conexión y dejan de conocerse".
Son casi tres horas de película en los que se oscila entre la carcajada, la vergüenza ajena, la dulzura y algo rayano en el dolor. En el escarbar hacia adentro, a ver en qué capa ha quedado la persona que somos de verdad. El lugar del que venimos. Ya hay quien dice que es el primer filme alemán genuinamente divertido, pero presta tanta imagen hermosa, tanta situación surrealista y poética y tanta amargura de fondo que sería injusto quedarse sólo en eso. Toca unas fibras muy extrañas. No sabe uno ya cómo sentirse dentro de ese absurdo delicioso.
Una buena forma de acercarse a la historia es echarle un ojo al cartel de Toni Erdmann: es el hombre dentro del disfraz con el que asiste a la fiesta de su hija. "Es muy Winfried", sonríe la directora. "Un traje triste pero divertido, enorme, paternal... Es pelo de cabra. Es una máscara que se usa para una celebración de las montañas de Bulgaria. Está lleno de vida... es como si alguien hubiese olvidado a ese animal, pero aún siguiera existiendo en algún zoológico". Todos necesitamos a un Toni Erdmann que nos agite y nos enchufe al propio hueso. Un padre coñazo al que amar con toda la incomodidad del mundo.
Noticias relacionadas
- Ana Gallego, nueva directora de la Filmoteca Española
- 'La peste': la serie más ambiciosa de la historia de la televisión en España
- Ana Belén dice que el 'boicot' a Trueba le recuerda a la "intolerancia" franquista
- Carlitos Alcántara quiere ser Ricardo Gómez
- 'La La Land' pone a bailar a la taquilla: número uno con 1,9 millones de euros