Hay algo extraño en las decepciones. En su sabor metálico y punzante, parecido al de una traición. En cómo se atraviesan en la garganta al tragar y caen de golpe sobre las tripas, haciendo añicos algunas certidumbres. Encierran algo misterioso, pero hemos asumido que la realidad, el día a día, se compone de ellas. Se compone de partes sólidas, firmes, sobre las que se puede pisar con seguridad, pero también de otras que se deshacen en las manos como pedazos de tierra seca.
Me refiero a las decepciones auténticas. No hablo de visitar el Louvre y desilusionarse con el tamaño de La Gioconda. Eso, como mucho, es un feliz fracaso. Me refiero a ser Hamlet y averiguar que tu tío Claudio ha matado a tu padre y se está acostando con tu madre. Esa es la clase de desengaño dramático e irresistible al que me refiero. A ese tipo de terrible disgusto.
Como lo es el que me he llevado hace unos días al descubrir que Pretty Woman, la película sobre una prostituta adorable -Julia Roberts- y un cautivador ejecutivo -Richard Gere-que se enamoran y, a los siete días, están comiendo perdices, era sólo la versión edulcorada de otro relato. La versión blandita. Con amortiguadores.
La cinta se iba a titular 3.000, en referencia a la cantidad de dólares que Edward pagaría a Vivian
El cuento no era como Disney nos lo había susurrado. Jeffrey Katzenberg, uno de los fundadores de Dreamworks junto a Spielberg y Geffen, y anteriormente encargado de la división cinematográfica de The Walt Disney Company, ha declarado que, en realidad, en el primer guion de Pretty Woman, Vivian era una drogadicta maleducada, al borde del precipicio, y Edward el típico galán trasnochado, una especie de Humphrey Bogart en El sueño eterno, con una personalidad atrayente pero un carácter insoportable.
Los miserables no venden
La cinta se iba a titular 3.000, en referencia a la cantidad de dólares que Edward pagaría a Vivian, y se centraría en cómo un millonario contrata los servicios de una prostituta durante toda una semana. No había compras en Rodeo Drive, ni gerente paternalista en el hotel, ni Roy Orbison, ni vestido rojo, ni collar en una cajita. Al final, el rico ejecutivo se alejaba llevándose consigo su opulencia y Vivian, que había probado el lado amable de la vida durante una semana, regresaba de nuevo a la calle, donde terminaba falleciendo al poco tiempo debido a una sobredosis.
Pero todo se torció cuando Buenavista Films, o lo que es lo mismo, Walt Disney Studios, llegó a la conclusión de que esos mimbres no le servían. No había hadas en ellos. No había princesas desvalidas que necesitasen ser rescatadas por un príncipe azul. No había cliché. No había Disney. Y Disney era, al fin y al cabo, lo que había hecho rico a Disney.
Le dijeron que estaban muy bien los polvos, pero necesitaban que fuesen mágicos
La solución pasaba por pedir a J.F. Lawton, guionista y padre de la criatura, que reescribiese la historia. Y se lo pidieron. Le dijeron que estaban muy bien los polvos, pero necesitaban que fuesen mágicos. Y Lawton accedió. Accedió una vez y todavía volvió a hacerlo otra más, pero en ambas versiones se negó a cambiar el final. La prostituta debía morir de sobredosis.
A los estudios, sin embargo, les seguía chirriando el trágico destino de Vivian, por lo que le encargaron a otro guionista, Stephen Metcalfe, que le añadiese unos cuantos terrones de azúcar. Y algo de miel. Y que lo regase todo con sirope de caramelo hasta que, por fin, cuando acabó de endulzar la historia, sonaron las campanillas. Richard Gere, fascinante y perfecto, aparece con un ramo de rosas rojas al final de una escalera y la princesa, rescatada al fin por su amado estereotipo, se va con él. El bonito y deseado final feliz.
Tan sólo era un hechizo que, como todos los de Disney, se ha desvanecido al sonar las doce campanadas
Para entender su importancia, la trascendencia de los desenlaces felices, conviene regresar de vez en cuando a ese excelente ejercicio de análisis y humor que Woody Allen realiza en Un final made in Hollywood. El personaje de Allen es un director que ha perdido la vista temporalmente y, a pesar de ello, decide continuar con el rodaje de su película, que dirige y monta a ciegas. El resultado es un disparate que desagrada profundamente al espectador estadounidense, por lo que el director da por acabada su carrera. De repente suena el teléfono y recibe la noticia: la película ha sido un éxito en Europa. Es tan absurda e ilógica que los europeos la consideran una genialidad. Y el relato encuentra así su final ideal.
La incorrección tampoco vende
Pretty Woman también encontró el suyo. Y ahora, 27 años después, nos enteramos de que era todo cosmética. De que tan sólo era un hechizo que, como todos los de Disney, se ha desvanecido al sonar las doce campanadas. Vivian no era una chica risueña e ingenua que, circunstancialmente, casi por casualidad, se dedicaba a lo que se dedicaba. Y Edward no era el yuppie ejemplar salido de alguna ensoñación de Martha Stewart. Ninguno se parecía a sí mismo. Eran ariscos. Malhumorados. Incorrectos. Prácticamente reales.
Quién habría podido imaginar que la vida de una puta de Hollywood Boulevard no se parece a un cuento de hadas
Y nos hemos llevado una terrible decepción al averiguarlo. Al descubrir que las cosas no eran como creíamos. Que los ricos no se pierden sin querer en el el barrio rojo y le preguntan a las prostitutas cómo se llega a Beverly Hills. Que no les dejan conducir su Lotus hasta allí. Que no les piden que se hagan pasar por su pareja durante una semana. Que ellas, inocentes como colegialas, no sienten que son princesas comprando vestidos y asistiendo a galas. Que no existen los finales made in Hollywood.
Y ha sido duro reconocerlo. Entender que no conviene fiarse demasiado de la realidad. Quién habría podido imaginar que la vida de una puta de Hollywood Boulevard no se parece a un cuento de hadas. Qué feliz es la ignorancia.