Matt Reeves ha evitado los vicios, las tonterías y las patrañas del gran cine (en términos de presupuesto) de entretenimiento actual y se ha marcado el mejor blockbuster en lo que va de década. La guerra del planeta de los simios, tercera entrega de la franquicia que completan El origen del planeta de los simios (2011) y El amanecer del planeta de los simios (2014), es un espectáculo arrollador y completo. Un filme totalmente liberado de la rutina, la superficialidad, el caos y el exceso de autoconsciencia del 90 % del blockbuster contemporáneo. Técnicamente impecable (la sensación de realismo es brutal), la película de Reeves cuenta una historia, se toma su tiempo, ofrece escenas de acción perfectamente ejecutadas (se entienden, la coreografía es alucinante) y, por imposible que parezca, no desemboca en un fin de fiesta esquizofrénico y atronador.
Todo lo que hace daño al cine de entretenimiento ha quedado fuera de la ecuación. Para empezar, ni rastro de pereza. Reeves, también autor del guión con Mark Bomback, huye de esa tendencia terrible (y tan en boga) a creer que las películas se hacen solas, que es suficiente con reactivar la mitología en torno a sus personajes y apelar a la nostalgia del espectador. Ambas cosas partiendo de la base de que prácticamente todos estos títulos son variaciones (secuelas, remakes, reboots) de películas populares, y que la mayoría de las veces se trata de adaptaciones de las aventuras de célebres personajes de cómic (la más que obvia saturación de películas de superhéroes). Es insostenible que las películas no se defiendan solas, que para disfrutarlas (o al menos intentarlo) haya que venir aprendido de casa y, encima, luego darte cuenta de que tampoco servía de mucho.
Reeves entiende que el valor del material de base y la nostalgia del espectador, por sí solos, no hacen buena una película, y construye una propuesta sólida en absolutamente todas sus dimensiones. Sin desvincularse de las anteriores entregas de la franquicia (hay una coherencia narrativa y formal) pero superándolas claramente, Reeves construye una historia sólida, concibe personajes con entidad, no simples artefactos al servicio de la acción, y explora temas de alcance a partir de sus interacciones (amistad, supervivencia, miedo ante un mundo que se derrumba).
La camaradería entre los personajes principales es una de las cosas más hermosas del filme, envuelta todo el rato en una poética tristona pero luminosa. Y la precisa escritura de estos, lo mejor de la propuesta. El ejemplo más claro es el personaje central, Caesar (Andy Serkis), contundente representación de la lucha interior entre el bien y el mal, la templanza y la ira, el intento de comprensión y el deseo de venganza. No hay en La guerra del planeta de los simios rastro del vacío temático, ideológico y emocional del blockbuster de los últimos años. Sin perder el sentido del entretenimiento ni ensombrecerse por completo, La guerra del planeta de los simios habla con una claridad que desarma de la insensibilidad del ser humano y de una irreversible pérdida de la cordura, temas clave del género al que se aferra principalmente, el bélico, pero también de un presente convulso y disparatado.
La película de Reeves es híbrida. Es una película de guerra (la representación del conflicto entre simios y hombres, la atmósfera embrutecida), pero también es un western (ese peculiar grupo de personajes en trayecto, con una niña rescatada a hombros), una fantasía y una maravillosa película de aventuras, secuencia de escapada incluida. Y las alusiones a clásicos de esos géneros son abundantes: El puente sobre el río Kwai (1957), La gran evasión (1963) o, la más evidente, Apocalypse Now (1979).
Pero esa influencia trasciende el homenaje y, de alguna manera, encierra una reflexión. En tiempos de referencialidad compulsiva, excesiva y vacua, Reeves no parece recurrir a esos clásicos para exhibir su cinefilia o buscar la complicidad de espectador y crítico (quedarnos en el name-dropping sería un error), sino para recordarnos la existencia del buen cine de género, puro, esplendoroso y no contaminado por una industria que parece empeñada en acabar con los cineastas, las historias y los personajes.