Verano de 2010. Algo cambiaba en España. La selección pasaba de cuartos en el mundial de Fútbol. Aunque todos estuvieran celebrando un simple acontecimiento deportivo, algo más se barruntaba en nuestro país. A ETA le quedaban cuatro telediarios. La lucha armada agonizaba y un año después cesarían su actividad armada. Por aquellos entonces se emitía en la televisión vasca un programa de humor llamado Vaya Semanita que se atrevía, por primera vez, a hacer humor sobre la izquierda abertzale y sobre los terroristas. Nadie se ofendía, eran buenos tiempos para la libertad de expresión.
Siete años después ETA sigue sin matar y España ganó otra Eurocopa. La diferencia es que ahora por un tuit sobre Carrero Blanco te condenan a un año de cárcel y por hacer humor sobre ETA te investiga la fiscalía y se monta un pollo de tres pares de narices. Que se lo digan a Borja Cobeaga y Diego San José, guionistas de aquel programa y creadores (ambos en el guion, el primero también en la dirección) de Fe de Etarras, la segunda película producida por Netflix en nuestro país.
El lío se montó por una lona promocional del filme en el Festival de Sen Sebastián en la que se leía el grito futbolero de ‘Yo soy español, español, español’ con el gentilicio tachado. Eso se convirtió en un supuesto ataque a las víctimas que llevó hasta que el ministro del Interior escribiera una carta a la compañía para pedir empatía.
Hasta ahora nadie había podido ver la película, y el chasco de Zoido cuando lo haga (si es que lo hace) va a ser antológico. No hay ofensas, ni burla, ni mal gusto, sólo el valor de dos creadores a hacer humor. No sólo es que no ofenda, si no que lo que hacen Cobeaga y San José es reducir a los etarras al absurdo, a su más mínima expresión. Les hacen verbalizar cosas en las que ya ni ellos creen, a mentirse para avanzar. Todo se hace en nombre de Euskal Herria, desde cambiar un plato de ducha a comerse las croquetas de cocido que le ofrece una vecina. Pero la lectura final es mucho más simple, una versión cañi del matar al padre de Freud que convierte la comida (sean croquetas, vino, jamón o bacalao) en el punto de unión donde se encuentran España y el País Vasco.
La película se desarrolla en aquel 2010, en un piso franco de cuatro etarras que no quieren tregua, que prefieren la lucha armada. Con el miedo a que la banda se entregue planean una última acción que dinamite el diálogo. Allí esperan una llamada que nunca llega, y ahí sus incongruencias empiezan a salir. Empezando porque dos de e llos ni siquiera son vascos. Uno es de La Rioja (un Javier Cámara inmenso) y un tarado de Albacete (Julián López como contrapunto cómico).
En unos diálogos vivos y llenos de ironía se ríen de unas normas que realmente nadie entiende. ¿Puede alguien de Chinchilla ser etarra?, ¿debería un vasco ir a Eurovisión?, ¿por qué se ponen apodos tan raros? Dudas en voz alta respondidas en forma de gag, con conversaciones antológicas -como cuando discuten sobre quiénes estarían en el top tres de bandas terroristas mundiales- y escenas para el recuerdo, en especial una partida de trivial en la que Javier Cámara discute todas las respuestas y acaba realizando un discurso sobre la culpa de los españoles de la obesidad en el mundo por traer el chocolate y la patata de América.
En su bajada a los infiernos del absurdo los etarras se verán obligados hasta a comprar una bandera española, ver partidos del mundial y hacer ñapas en casa de los vecinos para intentar colocar una bomba por su cuenta. Una escena que resumen muy bien lo que ha pasado con la película de Netflix: la bomba al final sólo han sido fuegos artificiales.
Pero Cobeaga y San José atizan a todos. En sus momentos más irreverentes comparan una relación amorosa con los pactos y estatutos de autonomía, y hasta los GAL y Felipe Gomzález aparecen en escena. Fe de Etarras se sitúa en un lugar indefinido entre Ocho apellidos vascos y Negociador. No tiene la profundidad de esta última, ni plantea tanto debate, a veces apuesta demasiado por el gag y poco por el reposo. Tampoco es tan ingenua como la primera, y se atreve a colocar a cuatro protagonistas que pertenecen a ETA y con los que uno llega a empatizar. Porque ojo, que nadie piense que va a ver a cuatro seres horribles que comen niños por la noche. El maniqueísmo quedó atrás, y los terroristas son personas normales a los que desarman con la palabra. Porque esa es la fuerza de esta película, demostrar que el humor está por encima de cualquier nacionalidad o ideología, como también lo están las croquetas y el bacalao en esa última escena que es todo un canto al entendimiento.
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