Es difícil contener el entusiasmo ante una película como A Ghost Story. Del mismo modo que, como sucede con las obras que esquivan o trascienden las convenciones de su época, es difícil no detestarla si te entra mal. No es fácil hablar o escribir sobre ella con serenidad porque es una propuesta arrolladora en todos los sentidos. Es visualmente embriagadora. Es inabarcable en número de temas y en planteamientos de los mismos. Es abrumadora en lo emocional. Es original en su inmersión en el cine de fantasmas y de casas encantadas.
Es enigmática dialogando con el presente y lanzando cabos al pasado y al futuro. Es cine contemplativo y a la vez cine experiencia, porque la innegable belleza de sus imágenes en pausa no bloquea ni las ideas ni las emociones que las habitan. Y su lamento, hermoso, lúcido y doloroso, acompaña los días posteriores al espectador que conecta con ella.
Su condición de extrañeza inabordable, su personalidad, su clara ambición y su originalidad al abordar ciertos lugares comunes de los subgéneros que baraja bloquean las teorías sobre la supuesta crisis actual del cine fantástico y del terror
Escrita y dirigida por David Lowery, autor de En un lugar sin ley (2013) y Peter y el dragón (2016), A Ghost Story no es ninguna tontería. De hecho, su condición de extrañeza inabordable, su personalidad, su clara ambición y su originalidad al abordar ciertos lugares comunes de los subgéneros que baraja bloquean las teorías sobre la supuesta crisis actual del cine fantástico y del terror. ¿Cómo hablar de crisis ante una propuesta así? La película de Lowery juega todo el rato a la expansión. Parte de lo mínimo (dos personajes, una casa) para hablar de lo máximo (el terrible abismo entre esos personajes, la casa como testigo y guardiana del dolor que sienten). Parte de un espacio cerrado, ese hogar que no quiere ser abandonado, para abrirse a un universo habitado por gente desorientada y almas en pena.
De la intimidad a la trascendencia
Parte de la intimidad de una pareja anónima (Rooney Mara y Casey Affleck) para hablar sin condicionantes, también sin pudor (estamos ante una propuesta de un romanticismo insólito) del amor como algo que puede trascender a la muerte e incluso superarla. Y parte del silencio, mutado en preciosa y dolorosa melodía (la magnífica banda sonora de Daniel Hart), para hacer infinidad de preguntas, muchas mediante recursos de puesta en escena.
A Ghost Story coincide relativamente en el tiempo con Soy un fantasma (2012) y Soy la bonita criatura que vive en esta casa (2016; disponible en Netflix), películas que realizan aportes similares e interesantes al cine de fantasmas. Como ellas, esta miniatura de David Lowery explora el dolor de la pérdida desde el ángulo del desaparecido, no del que le llora (al menos no en exclusiva). Lo hace de un modo menos juguetón y más emocional que esas otras dos magníficas películas, pero la base es la misma: entregarle el corazón del relato al fantasma, no al que nota su presencia. También es similar su dinámica interna, basada en la contraposición del fantasma con el espacio que habita y del que es incapaz de salir.
Representado de la forma más icónica –y, en este caso, arriesgada– posible, como una sábana blanca andante y con dos rotos a modo de ojos, el fantasma de la película de Lowery deambula por la casa que habitó cuando era un hombre joven (Casey Affleck) y se convierte en testigo del duelo de su amada (Rooney Mara). También de la superación de ese duelo, pasaje en el que el filme se convierte en algo realmente inmenso.
Delicadeza
Del caminar del personaje por las habitaciones, de las caricias y las palabras que no puede dedicarle a ella, de la mezcla de frustración y alivio que siente por no poder dejar ese lugar (qué bonita la idea de la nota en la rendija) Lowery extrae las ideas más bellas. Filmada con delicadeza, con una pausa y desde una distancia exquisitas, A Ghost Story habla del paso del tiempo, de la posibilidad y la imposibilidad del olvido, de los recuerdos que frenan y de los que liberan, de la huella que dejamos en los espacios y de la que los espacios y quienes los habitaron dejan en nosotros.
A Ghost Story habla del paso del tiempo, de la posibilidad y la imposibilidad del olvido, de los recuerdos que frenan y de los que liberan
Se ha comparado A Ghost Story con las últimas películas de Terrence Malick. Puede haber algo en su luz (el director de fotografía es Andrew Droz Palermo) que recuerde a determinados pasajes de la última etapa del maestro. Pero son propuestas muy distintas. Malick reproduce la emoción fluctuante, de ahí el vaivén de la cámara. Lowery, en cambio, explora esa emoción desde la quietud, desde la pausa. Hay algo muy bonito en su decisión de apoyarse en el plano general para contar su historia de amor y fantasmas.
A Ghost Story parte todo el rato de lo mínimo para tocar la inmensidad, y es precioso que eso esté contado de la manera inversa, mediante planos generales que, en contra de su propia naturaleza, buscan explorar el detalle. Ese conflicto entre lo máximo y lo mínimo viaja en paralelo al sentir del protagonista, perdido en un limbo entre la habitación donde una vez fue feliz y la más absoluta y desconocida inmensidad.