‘Lady Bird’: la chica de rosa del siglo XXI
Greta Gerwig dirige la película que ha seducido a la crítica estadounidense y podría dar alguna sorpresa en los Oscar.
23 febrero, 2018 02:31Noticias relacionadas
Lady Bird es una de esas películas que pueden verse perjudicadas por las expectativas. Qué pasa cuando la crítica internacional se rinde a una película, las redes sociales la convierten en una especie de fenómeno y parte con cinco nominaciones a los Oscar pese a no tener el perfil de una película oscarizable (aunque es verdad que esto último, a día de hoy, se puede discutir). Pues lo que puede pasar es que, una vez vista, no sea para tanto… si por no ser para tanto entendemos, claro, que no es una propuesta nueva y sorprendente, cosas que, en la era de las opiniones extremas y efusivas, no solo se reciben con entusiasmo, sino que directamente se exigen.
Confirmado: buscar eso en Lady Bird puede suponer llevarse una pequeña decepción. La primera película como directora en solitario de la actriz y guionista Greta Gerwig, que ya había codirigido con Joe Swanberg Nights and Weekends (2008), no es una película novedosa, aunque sí lo sean su enfoque y su desarrollo de determinados temas. No solo no es novedosa, sino que directamente se ajusta al patrón clásico de la comedia adolescente americana, tiene la estructura y los tópicos de un coming of age puro y duro, y su estética conecta con la del cine (pseudo) independiente americano actual. No es, tampoco, una película llena de sorpresas o de grandes revelaciones que nos despierten. De hecho, es más bien lo contrario. Es una película sin sorpresas y llena de minúsculas revelaciones, de revelaciones cotidianas, sobre la necesidad de mantenerse despierto.
Ya hemos visto Lady Bird, ya nos han contado la misma historia muchas veces y de maneras parecidas. Pero ¿cuántas veces nos la han explicado así de bien? ¿Cuántas veces la voz de su autora o autor ha disuelto los tópicos? ¿Cuántas veces se sienten invadidas y alimentadas esas películas por el latir de los tiempos? Igual no tantas. Es tentador dejarse llevar por el me suena, relacionarla mentalmente con otras películas y jugar a detectar lugares comunes (algo con lo que, por otro lado, Greta Gerwig no tiene ningún problema) y a anticipar situaciones.
Es tentador y normal: adolescente descontenta con su entorno, diferencias generacionales, primer amor, despertar sexual, necesidad de abandono del nido, ¡fiestas de promoción! Nada demasiado nuevo. Pero vale la pena sacudirse el déjà vu y recordar lo dificilísimo que es encontrar historias tan bien enfocadas y contadas y, sobre todo, películas con personajes y no con meros moldes rellenos de emociones de saldo.
Christine McPherson (Saoirse Ronan) vive en Sacramento, California, cursa su último año de instituto y cruza los dedos –y hace malabarismos– para conseguir plaza en una universidad de Nueva York que sus padres no pueden pagar. Dice llamarse Lady Bird, no se lleva bien con su madre (Laurie Metcalf) y su ciudad le queda pequeña y, según su entorno, las ganas de dejar la adolescencia y de comerse el mundo le quedan muy grandes. Probablemente inspirada por su propia adolescencia (aunque el filme solo parece adoptar un tono confesional en la escena final), Greta Gerwig, también nacida en Sacramento, compone a una protagonista con personalidad, describe con una claridad que desarma su necesidad de descubrimiento y expone sin remilgos sus conflictos.
Lady Bird es un filme tranquilo y elegante, pero la verdad es que bulle por dentro. Y bulle porque suma las ganas irracionales de reafirmación de la protagonista, sus prisas por crecer, su deseo sexual, su rabia precoz al descubrir las diferencias de clase y la ira hacia su madre. La directora y guionista explora todas esas cosas de forma directa, sin remilgos, encontrando la belleza de ese ardor y de esa ira sin embellecerlos y, importante, planteando una serie de cosas en perfecta sintonía con los tiempos aunque la acción transcurra en 2002.
Gerwig convierte a Lady Bird en la chica de rosa del siglo XXI… y de rosa le tiñe le pelo y la viste para su prom party. De todas las influencias de la película, la más clara es la del maestro John Hughes. La protagonista es una especie de Molly Ringwald actualizada. Casi todas sus emociones y sus conflictos estaban ya en Dieciséis velas (1984) y La chica de rosa (1986): la búsqueda de la identidad, la sensación de opresión e incomprensión (sobre todo familiar), la necesidad de reafirmación y el descubrimiento del sitio al que perteneces.
Pero Lady Bird tiene, como mínimo, tres cosas que la alejan de aquellas heroínas adolescentes y la acercan a las de nuestro tiempo: unas prisas que la superan (y que, en términos narrativos, hacen crecer el bello final del filme, el único momento en el que la protagonista se para, respira y explica lo que siente), una osadía maravillosa y la piel demasiado fina. Esto último da pie a hablar de otro de los puntos fuertes de Lady Bird: la relación entre la protagonista y su madre.
Es bastante llamativa, hasta osada, la manera en la que Gerwig explora ese lazo. No plantea una relación madre-hija estándar que apele desesperadamente a la identificación. La protagonista y su progenitora están muy enfadadas –con ellas mismas, con sus vidas y la una con la otra–, se quieren (o creen que tienen que quererse) pero no se soportan y no se necesitan. La autora desmitifica con arrojo la maternidad, se libera de los tópicos sobre el vínculo maternofilial. Y esa decisión le lleva a plantear una relación adulta entre madre e hija interesantísima, también muy dura, que demuestra que no hay un solo modelo de maternidad y que el cine puede perfectamente contarlo.