Nadie sabe cómo es, ni cómo habla ni si es simpático o arisco, porque Terrence Malick sólo habla con sus películas. El director nunca ha dado una entrevista, ni una rueda de prensa, y son pocas las instantáneas que circulan con su cara. Es como un fantasma que de vez en cuando regala a los cinéfilos una obra maestra. Tras debutar a lo grande con Malas Tierras y Días de cielo esperó 20 años -hasta 1998- para ofrecer un canto antibelicista llamado La delgada línea roja. Otro filme sobre la Segunda Guerra Mundial ese mismo año, Salvar al soldado Ryan, se llevó la gloria e impidió que el filme de Malick tuviera todo el éxito que se merecía.
En 2011 Malick se sacó de la mano una obra maestra que dejó a todos con la boca abierta. Se llamaba El árbol de la vida, y abandonaba la narrativa tradicional para acercarse más a un ensayo sobre la vida, la maternidad, la familia y la fe. Era un poema en movimiento que ahuyentó a muchos por sus imágenes del universo y de la creación de los dinosaurios, pero su contundencia le valió la Palma de Oro en Cannes y ser nominada a los Oscar como Mejor película y Mejor director.
Desde entonces Malick nos ha regalado su obra más prolífica, con tres películas en seis años y todas menores. Se ha atascado en un manierismo y en unas formas que se repiten pero sin emocionar. En ocasiones hasta pareciendo más una parodia de sí mismo que un director con algo de contar. Muchos pensaban que ya estaba perdido hasta que Cannes anunció su regreso a cine más narrativo con A hidden life, la película con la que ha demostrado que cuando está inspirado está a un nivel casi inalcanzable.
Terrence Malick ha renunciado en parte a sus ensayos fílmicos y ha recuperado una narrativa más convencional. Eso no quiere decir que sea fácil, ni académica, pero sí se parece más a La delgada línea roja que a Knight of Cups, y eso es bueno. Se parece también a la película bélica en que recupera su vertiente política sin renunciar a la poética. A hidden life cuenta la historia de Franz Jägerstätter, objetor de conciencia austriaco que se negó a combatir del lado de los nazis y acabó pagándolo con su vida.
Malick se toma su tiempo para construir de nuevo un alegato contra la guerra, pero aquí va más allá, porque mete su cámara en la gente que asume y acepta las injusticias para que no le salpiquen las consecuencias. Se ve en ese pueblo austriaco, que decide no sólo aceptar la invasión nazi, sino repudiar, marginar y atacar a la única persona que se niega a hacerlo. El protagonista inicia una revolución silenciosa. No hace el saludo fascista y no quiere ir a una guerra que le parece injusta. No entiende que se asesine al diferente, al que no piensa como uno. Pero su voz se ahoga en las montañas que envuelven su pueblo.
El director cuenta esta historia con su estilo, meciendo la cámara, acercándose a los cuerpos, captando cada gesto, cada arruga de una cara. Nadie como él es capaz de mostrar el amor, o la familia, y hacerlo sin palabras sólo acariciando a sus personajes al son de la música de James Newton Howard y con la fotografía espléndida de Jörg Widmer.
Son tres horas de viaje, con sus altibajos de ritmo, pero cuando Malick toca la tecla de la emoción todo parece nuevo y uno siente que está delante de algo único. Se suceden sus reflexiones sobre el amor, la fe, la religión, el mal, la responsabilidad del ser humano y de exigir a sus representantes estar a la altura, no traicionar sus principios. Un tema que resuena ahora más fuerte que nunca. Y lo hace consiguiendo, por fin, un equilibrio entre su historia, la puesta en escena y sus excesos poéticos. Le sigue costando ser concreto y cerrar el filme, que tiene 35 posibles planos finales igual de bellos.
La vigencia de su historia, y de que es responsabilidad de todos evitar un nuevo auge de la extrema derecha, está en su cita final de Elliot, en la que dice que la historia la cambian aquellos cuyas tumbas no va nadie a visitar. Héroes silenciosos que hicieron de su gesto una revolución. Malick ha vuelto, y quiere su segunda Palma de Oro.