En los últimos años, Pixar ha estado en entredicho. Tras una etapa en la que cada estreno equivalía a una maravilla original y que nadie se esperaba (encadenaron la llegada de Ratatouille, Wall-E, Up y Toy Story 3), el estudio comenzó a dar muestras de agotamiento con las menor Brave y secuelas dedicadas a la taquilla y la venta de merchandising como Cars 2, Cars 3 o Monsters University. Luego todo se calmaba con obras maestras como Del Revés, pero la sensación de que las grandes ideas ya no salían tan fluidas quedó en el aire.
Tampoco ayudó la polémica salida del creador del estudio, John Lasseter, tras las noticias de comportamiento indebido en el lugar de trabajo. La cabeza pensante, la que comenzó todo, abandonaba Pixar, y dejaba al estudio con un estreno importante pendiente, el de la cuarta entrega de Toy Story. Pocos entendieron para qué había que hacer una nueva película de la saga. La tercera había tocado el cielo. Un cierre a la trilogía hermoso que había emocionado a todo el mundo, también a los más adultos. A pesar de las dudas Pixar aprobó esta cuarta parte, que es la primera que no tendría a Lasseter detrás.
Las suspicacias terminan cuando uno ve la película. Toy Story 4 no está hecha para vender muñecos (o al menos no sólo para ello, ya que los venderá a puñados), sino que demuestra un cariño por esos personajes que no tienen por otras franquicias más lucrativas. Al fin y al cabo, Woody y Buzz comenzaron todo esto. Fue la primera Toy Story la que revolucionó el cine de animación, y la que hizo que todo el mundo se aprendiera el nombre de Pixar hasta considerarlo parte fundamental de la historia del cine.
Por eso se nota el mimo con el que han tratado todo en una cuarta entrega que nadie pidió pero ante la que todo el mundo va a caer rendido. El cuidado se muestra primero en la propia animación, más brillante que nunca. Los niveles de perfección que alcanza el estudio en cuanto a texturas o iluminación están a años luz de cualquier otra producción animada. Y luego en sus personajes y en sus historias. Si todo empezó con Woody, el vaquero de plástico, todo tenía que terminar con él. Su historia era la del juguete entregado, que no entendía la vida sin ser ‘pertenencia de alguien’, sin ser el siervo de un niño. Vivía por y para ellos, y en el camino se olvidó de vivir él. De eso trata fundamentalmente esta cuarta parte, que emociona sin ser pretenciosa y enseña que los juguetes también se merecen la libertad.
Esa libertad llega en forma de mujer, una Bo Beep que había desaparecido sin dejar rastro en Toy Story 3 y que ahora vuelve como mujer empoderada (sin forzar el discurso feminista), que demuestra que ser un juguete perdido y hacer lo que uno quiere es otra opción de vida que con Andy, Bonnie y compañía nunca se hubieran planteado.
Alrededor de esta historia, que cierra con un final hermoso que debería ser el definitivo de la saga, se construye una aventura para que todos, especialmente los niños, disfruten y no se aburran. Es quizás esta historia la parte más débil del filme. Los juguetes se pasan todo el metraje yendo y viniendo de una tiende de antigüedades por motivos bastante nimios que sólo responden a una función: hacer avanzar la trama. Pero poco importa si el desarrollo de cada escena de acción o cada gag es tan delicioso.
Esa tienda de reliquias sirve como escenario perfecto para que los directores hagan guiños maravillosos al terror (con esos muñecos que parecen endemoniados), y también como decorado para escenas trepidantes. Como siempre, Toy Story se la juega en la incorporación de las novedades. Todos los ojos estaban puestos en Forky, el tenedor animado que no es el verdadero roba escenas del show, como si lo son los peluches de feria a los que ponen voz Jordan Peele y Keegan-Michael Key, suya es la escena más hilarante del filme, en la que especulan sobre cómo conseguir unas llaves.
Los juguetes avanzan, maduran, aprenden que no se puede vivir de los recuerdos, ni intentar revivir las sensaciones del pasado, y los espectadores (especialmente los adultos) se emocionan al ver unos personajes con los que han crecido y que, esta vez sí, deberían decir adiós para siempre.