En 2014, el Festival de San Sebastián sorprendió a todos incluyendo en la Sección Oficial a concurso una película en euskera llamada Loreak. Sus directores eran Jose Mari Goenaga y Jon Garaño, dos nombres desconocidos para el público al que se sumaba el de Aitor Arregi, con el que habían escrito el guion. Al descubrir la película todo el mundo entendió qué hacía compitiendo en Sección Oficial. Dentro había una mirada diferente, una poesía extraña, pausada y unos realizadores con una puesta en escena tan delicada como única.
Su siguiente filme fue un paso de gigante, y nunca mejor dicho. Handia, la historia del gigante de Altzo rozó la Concha de Oro tres años después. Una película ambiciosa, grande, y que se llevó diez premios Goya. En aquella ocasión eran Jon Garaño y Aitor Arregi los que estaban en la dirección, mientras que Jose Mari Goenaga pasaba a ayudarles con el guion. Las mismas piezas del puzzle pero cambiando el orden.
Para su nueva película han vuelto a dar otro salto al vacío, y los tres juntos en la dirección, se han arriesgado a contar la historia más oscura de nuestro país como nadie lo había hecho, sin verla directamente, sólo escuchándola, viéndola a través de los ojos del miedo, de un topo republicano que se encierra en su casa en 1936 y no saldrá hasta la ley de amnistía 40 años después. Ese topo es Higinio, un colosal Antonio de la Torre que se entrega hasta la extenuación en un papel muy complejo.
La trinchera infinita habla del miedo, pero también realiza la radiografía perfecta y nada obvia, siempre en off, de un país. Un país que sufre como sufre el matrimonio de Higinio con Rosa -una Belén Cuesta que se merece todos los premios en su salto al drama-, condenado a no verse, a no tocarse, a vivir en silencio, escondidos.
A través de un guion de hierro, estructurado a través de elipsis y en torno a un diccionario de términos que anticipan o tienen que ver con lo que ha ocurrido, Garaño, Goenaga y Arregi se confirman como unos directores únicos y formidables. Su visión es hipnótica y fascinante, llena de decisiones arriesgadas que siempre caen del lado correcto a pesar de las dos horas y media de duración.
La película comienza con la guerra, como no podía ser de otra forma, y con una vibrante cámara al hombre entregan lo mejor que se ha rodado sobre la contienda en España. Uno siente el miedo, las balas, el dolor. Una persecución que acaba en un zulo que el espectador no abandonará en el resto de metraje. Ahí comienza una película que juega a ser Polanski en su construcción de atmósferas, ambientes y paranoias gracias a un uso del sonido y de construcción del punto de vista exquisitos.
Higinio y Rosa vivirán pendientes de cada ruido, de cada paso. De que el vecino franquista no se acerque. Una vida sin cortinas, expuesta a los demás y una película llena de detalles que no se explican pero que demuestran hasta qué punto cuidan todo. La ropa de mujer que él se va poniendo, la luz que aumenta, los cambios en el pueblo vistos a través de un visillo… En ese encierro Higinio verá el cambio de un país, y sufrirá también una extraña fascinación por los cambios producidos. La llegada de la televisión, del Hola, el aperturismo… todo provocará en él cambios que no esperaba y que serán cuestionados por unas nuevas generaciones que piden que la lucha siga.
Un relato complejo, al alcance de pocos, entre ellos de este trío de directores que es capaz de dirigir a seis manos un material explosivo y hacerlo con delicadeza. Una de las mejores películas españolas del año y la primera que pone en jaque el dominio absoluto de Almodóvar este curso. Dolor y Gloria ya tiene un serio rival en la temporada de premios, y los espectadores contentos de que dos filmes tan diferentes y personales convivan y demuestren la salud de nuestro cine.