El tiempo es inexorable, cruel. No distingue de raza, sexo o ideología. A todos nos pasa por encima, nos dobla, y sobre todo nos cambia. El tiempo también juzga, especialmente al arte, y en el cine ha sido claro con Martin Scorsese, y él es uno de los grandes. Pero el director no es el mismo que cuando rodó Malas Calles, Taxi Driver o Uno de los nuestros. Él también ha cambiado, y su mirada, más vivida y reposada, es la que imprime en cada fotograma de El irlandés, su nueva obra maestra en la que vuelve a la mafia para mirarla como nunca lo había hecho antes, con el tiempo como juez de todos.
Sólo la vejez o la muerte convierte a los mafiosos de su película en seres mundanos. También a ellos les limpian el culo en una residencia cuando su familia les abandona, les mata el cáncer y se vuelven viejos, débiles y cascarrabias. Es en un geriátrico, no por casualidad, donde empieza El irlandés, con el personaje de Robert De Niro sentado en una silla de ruedas. Él es Frank Sheeran, miembro de la mafia que recorre su vida a través de un flashback y tres líneas temporales que Scorsese trenza como sólo él sabe. Un viaje en coche con su amigo y mentor Russ (Joe Pesci) en el que recuerda, a su vez, todos los acontecimientos que le llevaron a estar donde está ahora y la importancia en su vida de Jimmy Hoffa (Al Pacino), jefe sindical de los camioneros de EEUU que se lucró de sus negocios con la mafia -la película se basa en las memorias de Sheeran escritas por Chales Brandt- y acabó desapareciendo sin dejar rastro.
Con estos mimbres el director crea su gran epopeya sobre la mafia. La historia del crimen organizado y también la de EEUU. En su planteamiento es apabullante. Hay tantas ideas, reflexiones y detalles que uno sólo puede rendirse a la capacidad creativa, narrativa y de puesta en escena del mejor Scorsese. El irlandés es su obra maestra, su Ocho y medio. El filme con el que, además, condensa su cine y sus obsesiones.
Veremos el ascenso y la caída de Sheeran, un veterano de la guerra emigrado de Irlanda que entrará en el crimen organizado de la mano de los italianos. Sheeran es la obediencia, los valores. Nunca pregunta y nunca traiciona, virtudes que se verán entre la espada y la pared cuando tenga que decidir entre dos vínculos. El director narra con pulso toda su vida, cómo se mezcla con los sucesos políticos (la guerra de Cuba, la muerte de Kennedy), y cómo afecta en la relación con su familia hasta quedar sólo y reventado por el tiempo, que no por la culpa.
También el tiempo ha afectado a la forma en la que Scorsese dirige. Aquí no está el ritmo espídico de Uno de los nuestros o El lobo de Wall Street, aunque también se permita sus filigranas, sus planos secuencia y otros recursos con los que excitar a sus parroquianos. Aquí abunda la contemplación, la sobriedad, y las dos maneras se juntan en tres horas y media que se pasan volando. La escena del último encuentro entre De Niro y Pacino es magistral. Una escena en la que la tensión crece sin usar una nota de música y con unos diálogos magistrales.
En esta carta de amor al cine de gángsteres sólo podían estar ellos: De Niro, Pacino y Pesci, en una reunión que es historia del cine. Sólo por verles juntos en pantalla merece la pena ver El irlandés, pero es que están soberbios, disfrutando con este regalo que les ha hecho Scorsese y el guion de Steven Zaillian. A De Niro le toca el papel más desagradecido, el de impasible Frank, de rostro impertérrito, y quizás por ello es en él donde más se notan los efectos digitales de rejuvenecimiento facial con los que Scorsese ha sufrido tanto. Tenía claro que ellos tenían que estar todo el metraje en una historia que avanza durante décadas, y los efectos especiales eran la solución. Pero el perfeccionismo del realizador hacía que nunca estuviera contento.
Hay que ser sinceros, el resultado es ‘raro’. Las primeras escenas de De Niro uno ve el truco digital, ese lifting extraño, sobre todo en las escenas más iluminadas. Quizás porque el recuerdo de su rostro en Taxi Driver o Uno de los nuestros hace que chirríe el mecanismo, pero uno se olvida por la fuerza del filme y de lo que cuenta y porque según envejecen empieza a cuadrar todo. Se nota menos en el Hoffa de Pacino, volcánico, divertido e impredecible populista. Pero el que se lleva la palma es Joe Pesci, que debería llevarse su segundo Oscar tras el logrado con Uno de los nuestros. Pesci no recurre a fuegos de artificio, y consigue imponer auténtico miedo en su pequeño cuerpo como Russell Bufalino.
El resultado final, el que Scorsese haya tenido todo el tiempo y el dinero del mundo de El irlandés, se lo debemos a Netflix. Ellos le han dado carta blanca a un director que siempre ha tenido problemas con su montaje final. Esta es la película que tenía dentro, y está como la concibió. Sólo por eso hay que ponerse de rodillas ante la plataforma, que puede que este año (tiene las dos mejores películas americanas de 2019, El irlandés y Marriage Story) arrase en los Oscar. Es una pena que la pelea con las salas vaya a impedir que todos veamos este réquiem un una pantalla enorme, sumergidos en la oscuridad y dejando que el tiempo también nos pase por encima a nosotros.