En 1977 el cine de Hollywood cambiaría para siempre. George Lucas estrenaba entonces una película en la que nadie confiaba. Hasta sus amigos más íntimos, esos que fueron calificados como ‘el nuevo Hollywood’ se habían reído de su 'space opera' titulada La guerra de las galaxias. Una epopeya de aventuras con ecos de western galáctico que se convirtió en una de las películas más importantes e influyentes de la historia del cine.
Lucas, o por visión económica o narrativa, comenzó su saga con el 'episodio IV', como rezaban aquellas letras amarillas e inclinadas que rodaban por la pantalla introduciendo el argumento de su filme. Siempre defendió que serían tres trilogías, y comenzó con la del medio, para regresar al pasado en la segunda trilogía que estrenó en 1999. Aquellas películas, todas dirigidas por él, fueron muy criticadas, y detuvieron la tercera trilogía que tendría que desarrollar los episodios VII, VIII y IX,
La compra de la saga por parte de Disney aceleró la llegada de estas nuevas entregas. La primera de ellas, el episodio VII, titulado El despertar de la fuerza, se estrenó el 18 de diciembre de 2015 de la mano de J.J. Abrams, creador de la serie Perdidos y de películas como Super 8, donde demostró ser un artesano capaz de copiar a los mejores -en aquel caso Spielberg- y jugar con la nostalgia, y eso fue lo que hizo con el episodio que daba pistoletazo de salida a la nueva era. Abrams no quiso innovar, y entregó la película que los fans esperaban (y que se necesitaba) y con la que engancharía a las nuevas generaciones. No había riesgo, pero sí un filme que era a la vez homenaje y reinicio, lleno de guiños y que servía como buena presentación de los nuevos personajes y tramas, sin renunciar al encanto de lo viejo.
Todos entendimos que eso era ‘lo que tocaba’, y que en el Episodio VIII la saga comenzaría a volar por libre, y vaya si lo hizo. Rian Johnson cogió el timón y realizó en Los últimos Jedi uno de los mejores, sino el mejor, episodio de toda la franquicia. Libre, original, visualmente arriesgado, con momentos arrebatadores y con decisiones narrativas que eran todo un desafío para los más puretas.
Yoda quemando los libros y diciéndole a Luke que tanta veneración era estúpida era toda una declaración de intenciones, como lo eran sus apuestas por que Rey no tuviera un apellido ‘famoso’ y ese final que por primera vez no enseñaba a los héroes celebrando, sino a un niño mendigo que usaba la fuerza para coger una escoba. Cualquiera puede ser un Jedi, decía Johnson en una entrega que fue criticada por los fans más acérrimos, que incluso pidieron que se volviera a rodar.
En cuanto Disney huele a rebelión -qué ironía en una saga cuyo tema central es ese- recula, y decidió que el cierre de la saga, el que daría por finiquitada la historia de los personajes que todos conocemos desde hace décadas, sería, de nuevo, J.J. Abrams. Regresaba al artesano, al eficaz director que lo mismo rueda un roto que un descosido, y sacrificaba la personalidad de Johnson. Toda una declaración de intenciones de lo que quería en este episodio IX que llega el jueves a las salas.
El ascenso de Skywalker es un episodio menor, muy menor, y un cierre decepcionante para una saga tan importante. Pero lo más decepcionante de todo es que es una enmienda a la totalidad a lo que había planteado Rian Johnson. Aquí el apellido importa, cómo no, y se reincide en que los Jedis deben ser de cuna. No se puede incidir más sin caer en el spoiler, pero su decisión suena a rancio y antiguo, como su propia apuesta visual, vaga y sin brillo.
Uno espera momentos épicos que se claven en la retina, pero Abrams sólo lo logra en su emocionante media hora final, que comienza con una pelea de sables láser en una estrella de la muerte semi sumergida. Nada que ver con momentos tan brillantes como la batalla en la sala del trono del episodio VIII o la batalla en la mina de sal de Crait, que concluía con Luke y Kylo Ren enfrentándose en un duelo épico.
A Abrams sólo le preocupa contentar a los fans, el guion no tiene ningún fuste, y es una simple excusa para que todos aparezcan y se puedan despedir en condiciones. Es el cierre, y todos deben estar, y si no hay motivo lógico ya se inventarán alguna excusa. La trama exige demasiados saltos de fe al espectador. Una historia deslavazada y demasiado simplona y tramposa. En Star Wars la suerte siempre ha sido determinante, el azar que podía salvarte en el último minuto, pero aquí uno acaba cansado de los ‘deux ex machina’, de las visiones y de cosas que pasan sin ninguna explicación. No es ningún secreto (sale en los tráilers), que regresa Palpatine, pero no se toman ni un segundo en explicar cómo es posible que esté aquí después de lo ocurrido en el Episodio VI, y así todo.
Tampoco le interesa el símil político que tan claro ha estado siempre. Star Wars es la batalla de unos rebeldes, la república, contra un dictador con aires de nazismo. En época de auge de la extrema derecha los vínculos políticos tendrían que resonar más que nunca, pero a Abrams no le importa y los pasa por encima o los aborda de manero pueril, como si le hubieran obligado, igual que el beso entre dos mujeres en la celebración final metido con calzador. No se atreve a que dos protagonistas sean homosexuales o desafíen la homogeneidad sexual, pero qué bonito queda que dos extras mujeres se besen como fondo de postureo.
No es un filme desastroso, aunque a veces lo parezca, y el carisma de sus personajes, la química de Rey y Kylo Ren, algún pasaje visualmente resultón y unas cuantas escenas de acción hacen que el viaje no se haga largo. Nunca dejan de pasar cosas en la pantalla, pero uno se pregunta si este era el cierre que nos merecíamos, si después de más de 30 años los Skywalker no tenían que haber tenido a un cineasta con narices para darles algo diferente, único y brillante. No vale con la nostalgia, no vale con un amanecer de dos soles y un sonido de R2D2, Rian Johnson demostró que se podía, y Abrams que los ‘amarrategui’ acaban perdiendo.