El otro día, tras el monólogo de Ricky Gervais en los Globos de Oro, mucha gente se apresuró a decir que aquí nadie se atrevería a hacerlo, que no había humoristas capaces de atacar a diestro y siniestro con la gracia del británico. No es cierto, y muchas de las personas que dijeron eso son las primeras que se ofenden cuando se usa el humor para reírse de ciertas instituciones. Estamos en un momento en el que parece que el humor sólo es divertido cuando ataca al oponente, al que piensa diferente. Si es a nosotros mismos a los que pone en el espejo ya no lo es tanto.
Los límites del humor es uno de los temas de discusión más habituales de los últimos años. Hasta ahora no nos habíamos parado a pensar si el chiste de 'mis tetas' era ofensivo o no, y en ese proceso de toma de conciencia muchas veces se echa demasiado el freno de mano consiguiendo que los cómicos sean demasiado blandos y con poco colmillo. Una pescadilla que se muerde la cola en una época en la que cualquier desliz o broma polémica puede suponer un linchamiento virtual.
Ahora se ataca, además, antes de tener toda la información necesaria. Eso es lo que le pasó a Taika Waititi, que le cayó la del pulpo cuando se supo que su nueva película iba a centrarse en un niño que tiene como amigo imaginario a Adolf Hitler. Daba igual que nadie la hubiera visto todavía, muchos se apresuraron en poner el grito en el cielo no se sabe muy bien por qué. Hasta que se presentó en el Festival de Toronto, donde todos vieron que el filme tenía más en común con La vida es bella que con cualquier otro título, algo que confirmó al ganar allí el premio del público. JoJo Rabbit es una mezcla entre el filme de Roberto Benigni y El gran dictador que tiene las dosis justas de provocación y mucho de fábula contra los totalitarismos y en favor del entendimiento.
Waititi, que había demostrado su peculiar sentido del humor en el fantástico falso documental Lo que hacemos en las sombras, adapta la novela de Christine Leunens para retratar lo estúpido e incomprensible del nazismo, y para ello nada mejor que los ojos de un niño -increíble descubrimiento Roman Griffin Davis- obsesionado con el dictador, que se le aparece de forma paródica e imaginaria para alentarle a ser un buen alemán, un buen nazi y para odiar al diferente. Al convertir el mensaje totalitario en algo dicho por un Hitler de caricatura queda más en evidencia, se reduce a chiste, y funciona. Tanto, que no sólo ha conectado con el público, sino con unos Oscar que la han reconocido con seis candidaturas: película, guion adaptado, actriz secundaria, montaje, vestuario y diseño de producción.
Funciona sobre todo en la primera parte de la película, la que apuesta más por el humor, por la irreverencia y por el puntito punki. Con JoJo en un campamento militar aprendiendo a ser un futuro miembro de las SS con profesores delirantes con el rostro de Rebel Wilson y Sam Rockwell, un soldado tuerto que disfruta con el transformismo y que tiene ramalazos homosexuales con su ayudante. Ahí radica toda la provocación del filme, que rápidamente se convierte en una película sobre el Holocausto pero tamizado desde el humor. Un humor que no esconde la tragedia, ya que la madre de JoJo -Scarlet Johansson derrochando ternura- no entiende la pasión de su hijo por el nazismo y de hecho ella ayuda a los judíos incluso escondiendo a una de ellas en casa.
A partir de ahí comienza el azúcar, y aunque funciona esa bonita relación de amistad entre los dos niños hace avanzar la fábula, suena a ya visto. JoJo Rabbit es, desde su apuesta estética hasta sus formas, un cuento. Un cuento que Waititi hace suyo, lo impregna de su humor, de escenas delirantes (cinco minutos de 'Heil Hitlers' hasta hacer patético a todos los que lo representan) y de mucha, mucha ternura. La película emociona, pero tampoco se esfuerza en meter el dedo en el ojo, y de hecho sus escenas más dramáticas están tratadas con decisiones inteligentes de puesta en escena. Todo hasta llegar a un final emocionante, brillante, una escena que encumbra a esos héroes que resistieron en el peor momento y que hace que uno salga bailando. Reírse de Hitler nunca fue tan catártico.