Los adolescentes son los culpables de la cuarta ola, de la quinta y si me apuran, de la sexta. Son irresponsables, frívolos, superficiales. Tienen las hormonas desatadas, sólo piensan en beber y en sexo… Todo eso se dice de ellos. Si uno recopila el retrato trazado por los medios, la ficción y los mantras de cuñado de bar, ese sería el relato de las generaciones que vienen detrás. El discurso ha calado. En el imaginario empieza a quedar esa demonización absoluta sin darnos cuenta de que nosotros hemos sido ellos y también se decía eso de nosotros aunque no fuera así.
Ha tenido que venir Jonás Trueba a ponernos delante de la cara una película que muestra, puede que por primera vez, cómo son realmente los adolescentes. Lo hace en Quién lo impide, que llega este viernes a salas de cine tras ganar el premio a la Mejor interpretación de reparto para todo su eleneco en el pasado Festival de Cine de San Sebastián. Un filme que coge el título de una canción de su admirado Rafael Berrio -fallecido el año pasado-, para construir el retrato más honesto, brillante, complejo y optimista de las nuevas generaciones. También, de pasó, la mejor película española en lo que llevamos de año.
Un filme río que juega con los límites de la realidad y la ficción para plantear una mirada poliédrica que echa por tierra todos los prejuicios hacia los más jóvenes. Todo nace de algo cercano al experimento. Trueba le propuso a los dos actores más pequeños de La reconquista, Candela y Pablo, seguir quedando, jugar, grabar cosas, experimentar. Y ahí, en la libertad absoluta, en la falta de presión industrial, empezó a darse forma a esta película que crece desde el juego hasta algo parecido a un retrato sociológico sin apenas quererlo.
Porque no hay esa voluntad deliberada en Quién lo impide, pero en su contundencia, en la manera en la que la más pura realidad se cuela por el artificio cinematográfico que Trueba ha conseguido, acaba convirtiéndose en algo parecido. Digamos que Quién lo impide sigue la historia de un grupo de chavales. Sus anhelos, miedos, problemas y el día a día. Pero lo hace sin ceñirse a ninguna convención ni estilística ni formal. El filme comienza sin saber si lo que estamos viendo es un documental o una ficción, alternando escenas que podrían ser narrativas con testimonios a cámara de experiencias más personales.
Todo ha sido parte de un proceso de cinco años en los que Jonás Trueba ha ido experimentando, grabando testimonios reales, proponiendo a este grupo de jóvenes que improvisaran, y ha ido entretejiendo una obra monumental de casi cuatro horas que se ven con gusto. Uno desearía seguir más tiempo con Pablo, con Candela, con Gavira... con todos. Seguir aprendiendo de ellos, escuchándoles para darnos cuenta que ellos somos nosotros. Que no es cierto que lo que viene es peor.
Quién lo impide introduce dos descansos de cinco minutos, y permite dividir su metraje en tres partes completamente diferenciadas. La primera es donde juega más con el espectador. Nadie sabría decir a ciencia cierta si lo que vemos es una ficción, un documental, si ellos se interpretan a sí mismos o qué pasa. Lo que sí que podemos asegurar es que todo desprende una verdad y una magia que emocionan.
La segunda parte es donde la película empieza a mostrarse como tal. Dos historias donde entran los elementos puros de una ficción. Hay una voz en off que cuenta lo que ocurre y que pertenece a un personaje que en ese momento no está en la historia. Dos historias con dos tramas que parecen sacadas de dos filmes adolescentes si estos se hicieran con honestidad. La primera, una escapada romántica bucólica en el pueblo. La segunda, un viaje de fin de curso rodado con la misma sensación de verismo que si fuera un documental.
En la tercera todo salta por los aires. La película termina mostrando todos sus trucos. Ya no hay normas. Y vemos parte del experimento. La propia protagonista interpela al director y le dice que no le va a responder a una pregunta. También vemos la fiesta de fin de rodaje del filme, donde cantan y les vemos desvelarse ante la cámara. Maravilloso es el momento en el que le preguntan a un personaje de la historia del viaje de clase que si es realmente un profesor o es actor, enseñando al espectador que parte de los involucrados han vivido en una indefinición como la suya.
Lo increíble es que el juego, el mecanismo, nunca está por encima del relato. Lo que queda es una obra libre y radical sobre la adolescencia. Una adolescencia que tiene valores, que es comprometida, que sale a la calle, que discuten sobre política. Que por supuesto sufren por amores, pero que tienen muchas más cosas en la cabeza. Es un filme, sobre todo, optimista y luminoso. Una obra tan llena de matices que habría que ver una y otra vez. Y poner en las tertulias, y en los institutos, para que no esta generación que ya ha vivido una crisis y una pandemia, nunca se olvide que nada les impide intentar cambiar las cosas.