Los Bridgerton regresan a Netflix con una nueva pareja. Los fans ya conocían la naturaleza de las novelas de Julia Quinn (una serie literaria de nueve novelas que se centraba en cada volumen en la historia de amor de un miembro distinto de una familia adinerada en la era de la Regencia), pero muchos se llevaron las manos a la cabeza cuando se hizo oficial la marcha de su adaptación televisiva de la gran estrella de su primera temporada (René Jean-Page), el duque que había enamorado por igual a Daphne y a millones de espectadores. Los escépticos pueden estar tranquilos: el folletín más adictivo de la televisión (lo sentimos, La edad dorada) está en buenas manos con Anthony Bridgerton y las hermanas Sharma.
En su segunda y última entrega como showrunner antes de ceder el control creativo a Jess Brownell, una veterana guionista de Shondaland, Chris Van Dausen se asegura de que todo cambie para que todo siga igual en una serie que ya tiene garantizadas dos nuevas temporadas y un spin-off centrado en la reina Charlotte, un personaje que no aparecía en las páginas de Quinn. Hay universo Bridgerton para rato.
La pasión, los malentendidos y los tempranos escarceos sexuales de la hija mayor de la familia y el atormentado Duque de Hastings dejan paso en su continuación a una aproximación más melancólica, clásica y exigente a simple vista. Si Jane Austen ya fue un evidente referente a la hora de establecer el tono en su primera tanda de capítulos, la relación entre el testarudo Anthony y la reservada Kate parece beber directamente del romance entre Elizabeth Bennet y el señor Darcy en Orgullo y prejuicio, quizás la más famosa de todas las obras de la escritora británica.
Al final de la primera temporada, la serie ya nos avisó de que el seductor hijo mayor de la familia había decidido que había llegado la hora de sentar la cabeza por el bien de una familia de la que se tuvo que hacer cargo después de la muerte de su padre Edmund, un evento que cobra especial interés dramático en los nuevos episodios y que ayuda a convertir a Anthony en un personaje más poliédrico y el galán romántico que necesita la serie tras la marcha de Page. El mayor de los hermanos por fin está dispuesto a casarse. El amor, sin embargo, no está en sus planes de futuro: lo único que busca es la mujer ideal que le dé hijos y estabilidad a la estirpe de los Bridgerton. La joven Edwina Sharma, llegada recientemente de la India, parece la candidata perfecta que cumple todos los requisitos que el vizconde espera de su futura esposa.
Con lo que no cuenta aquel es con la intervención de Kate, la hermana mayor que no se fía ni tiene aprecio alguno por el hombre que intenta seducir a Edwina. Tampoco con que esa entrometida mujer sea precisamente la que acabe despertando en él los sentimientos que nunca esperó tener y que no sabe controlar. Así es, la serie de Netflix abraza en su segunda entrega la clásica estructura del romance entre dos protagonistas que parecen odiarse y que, oh, sorpresa, en realidad están hechos el uno para el otro.
En primera instancia, el hermetismo natural de Anthony y Kate puede parecer un inconveniente para conectar con una historia de amor que se toma su tiempo en construir la dinámica entre los personajes interpretados por unos estupendos y bellísimos Jonathan Bailey y Simone Ashley. El carácter de la pareja hace que los actores parezcan pasar enfadados casi todos los episodios, pero la mezcla de cabezonería y vulnerabilidad de dos personas cuyos comportamientos responden a las responsabilidades que creen tener con sus respectivas familias (el dibujo de los personajes es más tridimensional que en la primera temporada) acaba robando el corazón del espectador.
El mérito también corresponde al cuidado de los detalles que avanzan poco a poco la relación, desde un indeseado (o no) baile al son de Dancing on my own (las versiones instrumentales de canciones contemporáneas siguen formando parte del ADN de la producción) a un eléctrico primer contacto que recuerda a la romántica y aparentemente inocente escena de Daniel Day-Lewis y Michelle Pfeiffer en La edad de la inocencia. Van Dausen echa un pulso a la audiencia con una construcción del romance que juega en contra de las expectativas que dejó la primera temporada, y precisamente por eso los últimos episodios acaban siendo particularmente satisfactorios.
Los secundarios están más aprovechados también en el regreso de la serie estrella de Netflix. Los Bridgerton sabe jugar con la revelación de la identidad de Lady Whistledown gracias a su nueva rivalidad con la mismísima reina de Inglaterra y los siempre efectivos enredos de Penelope y Eloise, la gran pareja no-romántica de la ficción de época. Los nuevos episodios se preocupan también por las matriarcas de los Featherington y, sobre todo, los Bridgerton, un personaje que había pasado desapercibido en su arranque y que ahora ayuda a Anthony a entender la importancia de sus decisiones. Hasta Daphne, abandonada por un marido en la ficción que podría haber aparecido de forma orgánica en un par de escenas a modo de cameo, funciona como esa casamentera que ya ha pasado por los avatares que ahora atraviesa su hermano mayor. Quienes siguen sin aportar demasiado al universo narrativo de la serie son Benedict y Colin, dos personajes que tarde o temprano acabarán ocupando el centro de las tramas de la serie.
Sin reinventar la rueda, Los Bridgerton sigue funcionando como un entretenimiento de primera. Ahora solo queda esperar a que se confirme la identidad del protagonista de la historia de amor de la tercera temporada y cruzar los dedos porque mantenga el nivel de acción de los romances protagonizados por Daphne y Anthony Bridgerton.
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