Acabábamos de llegar a mi caseta en un coche de caballos reservado para ese jueves de feria en el que tendría lugar la comida del bufete. Era temprano, sobre la una y media de la tarde.
Los demás siguieron paseando y yo me quedé al cuidado de las mesas junto a mi hermano Rafael. Aprovechamos para tomar una cerveza muy fría a fin de combatir las altas temperaturas. Cuando disfrutaba del primer sorbo mirando a la calle aún poco transitada apoyado en la barandilla, pensaba en lo bien que lo íbamos a pasar ese día.
Una rumba de Pastora Soler, “Dámelo ya”, de fondo y el sonido de un carruaje. De pronto y sin ver cómo se había aproximado, apareció ante nosotros mi amigo Anselmo Gutiérrez de Toledo esbozando una amplia sonrisa; un sevillano alto, delgado y bien trajeado.
-¡Amigo Luis, qué casualidad! ¡Cuánto me alegra verte! ¿Qué tal, Rafael?
-¡Hombre, Anselmo! ¡Me alegro de saludarte!
-¡Me voy a tomar una cerveza con vosotros que hace tiempo que no nos vemos!
Pedí a una camarera que sirviese una cerveza para mi amigo y un plato de jamón y otro de queso. Comenzó Anselmo, compañero de carrera y buen amigo, a contarme sus últimas historias añorando los viejos tiempos. Yo atendía a su conversación y sin saber cuánto tiempo había transcurrido, no más de unos minutos, me dispuse a coger una loncha de jamón encontrándome el plato ya casi vacío.
Entonces recordé el buen apetito de Gutiérrez de Toledo. De hecho, ya iba mi inesperado invitado por la tercera cerveza y para ser hospitalario solicité al camarero una de langostinos y otra de gambas, lo que sabía no iba a desagradar a nuestro convidado espontáneo.
Pocas veces vi a alguien con esa destreza para desnudar un langostino y llevarlo hacia su paladar en un abrir y cerrar de ojos, cuando sin solución de continuidad hacía ya saltar la cáscara del siguiente. Los crustáceos apenas si subsistieron en la bandeja y por distraerme unos instantes casi me quedé sin degustar ese preciado fruto del mar.
La misma suerte corrieron las gambas, observando que ya llevaba media docena de Cruzcampo mi amigo, mientras yo iba por la segunda. Además, no dejaba de hablar y dar risotadas, cada vez más colorado y animado. Llegaron en ese momento los abogados y administrativos del bufete, observando que nos faltaba una silla. No me preocupé pues pensé que en ese momento se despediría Anselmo al constatar éste que íbamos a iniciar nuestro almuerzo.
Lejos de ello, Anselmo se lanzó apresurado hacia la ración de adobo que he de reconocer despedía un apetitoso olor. Sin cesar en su verborrea, deglutía también los chocos y las puntillitas sin interrupción alguna, dada la avidez de nuestro improvisado comensal para lanzarse tenedor en mano hacia su objetivo.
Se tambaleó al levantarse y pensando yo que ya se marchaba para continuar nosotros más íntimamente, me dispuse a despedirlo alzándome también.
-Voy al servicio, Luis.
-Muy bien, Anselmo.
Entonces, me dejó con la duda de si al regresar continuaría acompañándonos o al contrario, se dirigiría a su caseta o a otra donde le hubiesen invitado a comer, si bien ya iba bien almorzado.
Poco tardó mi amigo en resolver mi incertidumbre pues viendo que ya no quedaba ninguna silla libre tomó una cercana y la colocó entre la mía y la de una abogada del bufete.
-¡Luis, qué bien lo estoy pasando con vosotros! Hacía tiempo que no echábamos un rato tan bueno. Además, está todo muy bueno.
-¡Anselmo, esta es tu caseta! ¡Quédate con nosotros!
Entonces me dijo:
-Luis, te pido un favor. He quedado ahora con mi mujer y un matrimonio amigo que viene de Portugal. Me gustaría invitarlos a dar una vueltecita por la Feria en vuestro coche y acompañaros un rato.
De pronto, Anselmo había reducido las plazas de nuestro carruaje a la mitad. Pero no fue así pues se presentó el matrimonio portugués con un niño pequeño de unos dos años.
El niño comenzó a llorar justo cuando el grupo de flamenco arrancaba a cantar la primera sevillana. El lloriqueo se hizo permanente observando yo algunas miradas críticas que se hicieron más intensas cuando el pequeño empezó a corretear entre los que bailaban entre las mesas.
Aunque hasta entonces había asentido a todas las propuestas y libertades que se había tomado mi amigo de facultad, tomé la decisión de requerirle seriamente para salir de la caseta.
-¡Sí, Luis, ya salimos! Es que mis amigos están esperando a su hijo mayor que viene vestido de corto con su novia.
¡Esto era ya el colmo!
Por fin, comenzamos nuestro recorrido en el coche de caballos y dejando ya notar su embriaguez, Anselmo chapurreaba siendo difícil entenderle contagiándonos sus carcajadas.
¡Vaya Feria que nos estamos pegando Luis!