En las terrazas ya se ven más chanclas con calcetines que molletes. El desayuno, el último reducto que nos quedaba, también ha sucumbido. Cuando Vox denuncia el relevo cultural en Europa supongo que se referirá a esto. En el mítico bar Santa Marina, a pocos metros de la ojiva que despide la Semana Santa, se sienta todas las mañanas una pareja de americanos, británicos o franceses. Sin falta. Mismo conjunto, distintas caras, pero siempre allí. Incluso en la Buhaira, Virgen de Luján o López de Gomara ya se ven arduas batallas entre turistas y cartas sin traducir. En el rato que un señor de Connecticut tarda en decir “Media con jamón y un cortado” se han dado tres licencias de Airbnb. No es un plan orquestado por maléficos antipatriotas, “es el mercado, amigo”, como diría Rodrigo Rato.

Sevilla

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Hay consenso en todos sitios menos en Sevilla, donde todavía se discute la conveniencia de la tasa turística –negada por la Junta– mientras continúa la barra libre de licencias. Con este panorama es difícil imaginar algún acuerdo transversal en defensa de la ciudad, pero la unanimidad de la calle debería trasladarse a la Plaza Nueva. Al fin y al cabo, lo que muchos sevillanos reclaman no es ninguna locura: limitar las licencias turísticas –como ha hecho Almeida en la ciudad de la libertad–, rechazar las limosnas de Junta y Gobierno y dejar de ser la provincia con menor inversión en infraestructuras desde 1985.

Andalucía

Si algún día hace falta cincelar ese dato en la fachada del Ayuntamiento, en la Delegación del Gobierno o en la provincial de la Junta, no habrá falta de voluntarios. Soy de una generación que nació con la promesa de unos Juegos Olímpicos, cuatro líneas de metro, un parque en Tablada, el horizonte del millón de vecinos y unas condiciones laborales dignas. Nada se ha cumplido treinta años después.

Al hartazgo se le suma la sensación de la ciudad robada. No hay problema en compartir menú con larguiruchos de calcetines altos y mirada condescendiente, faltaría más, somos la generación Erasmus. Lo que nos cabrea es trabajar y no poder aspirar a vivir en el centro –qué osadía–, ni en sus dos primeras coronas. Sin haber cometido ningún delito, estamos condenados a vivir a la misma distancia temporal que separa Jerez de Sevilla y depender del servicio deficiente de Tussam. Sigo cabreándome al regresar de viaje cuando compruebo que en ninguna otra ciudad se tarda el mismo tiempo en ir andando que en autobús. Otro título para engrosar la sección de “Esto sólo pasa en Sevilla”.

Aunque me lean enfadado, no lo estoy. Sigo feliz de poder vivir aquí, pero lo fácil sería limitarse a pregonar las tostadas de mechá del café Rioja, el olor a zapatos de cuero e incienso de calle Córdoba o el azul del cielo de un jueves de Corpus. Eso ya lo sabemos y por eso reclamamos lo que nos corresponde. Seguiremos compartiendo con gusto una tapa de ensaladilla y una cerveza cortá con el señor de Connecticut, pero preferiríamos que la Junta no llevase más de dos años sin resolver las ayudas para el alquiler joven y acceder a un techo emancipado.

Dentro del drama, la ciudad nos tiene reservados regalos íntimos. Hoy es un día de suerte para los que echan de menos la Sevilla de antes. Madrugar, aspirar el romero y pasar lista a los niños carráncanos es lo más parecido a volver a una Ítaca que abandonamos hace años. El Corpus nos espera como la casa de nuestra infancia. Ahora está ocupada por otra familia, y la miramos con cariño y pena porque ya no es nuestra, cruzando los dedos para que la salita no sea ahora el meeting point de un hostel.

En la búsqueda de una casa, aquí los hogares sin llave –esos que no acarrean hipoteca–, se multiplican como el azahar en primavera. La custodia de Juan de Arfe que hoy atraviesa nuestras calles es la casa de la Sagrada Forma, igual que el palio de la Virgen de Loreto, Domus Aurea, ofrece techo y decoro a la dolorosa de San Isidoro. En Feria, las casetas nos acogen por una semana, con las normas sociales y el comportamiento alterados. Casa Morales, Casa Eme, Casa Diego o Casa Ricardo son la buhardilla del paladar, donde guardamos la receta mágica de la salsita de los caracoles. Y en el último misterio, la ciudad entera es una casa de dos habitaciones, una para la Macarena y otra en San Lorenzo.

Si hablamos de las casas con llave y escrituras, la cosa cambia. Los 235.000€ de precio mínimo de la promoción de EMVISESA en Palmas Altas, anunciadas la semana pasada como “viviendas protegidas”, son prueba de ello. Si no vienes de Connecticut, estás tocado por la gracia divina o eres propietario de un bar, tener una casa en Sevilla sigue siendo una aspiración en forma de verso.

Mientras ningún gobierno coja las riendas del problema no nos quedará otra que encomendarnos a Santa Justa y Rufina. Ellas fueron capaces de sostener la Giralda en 1775, cuando la tierra tembló. Entonces la Catedral era un gran albergue, y en sus naves dormían personas sin hogar, mendicantes y gallinas. Tres siglos después, los excesos del turismo hacen vibrar los cimientos de nuestra casa, con la amarga sensación de que hasta las patronas han tirado la toalla.

Por cierto, dense prisa en verlas en el Corpus, porque para las de Murillo habrá que pasar por caja. Así lo anunció la semana pasada el consejero de Cultura. “Clín, clín” no para de escucharse en la Junta. Después de la promoción de universidades privadas y de los acuerdos con las clínicas Quirón, ahora llega “Bernal S. A., productos culturales”. No me extrañaría que en la próxima remodelación de gobierno, el presidente Moreno fusionase Sanidad, Cultura y Turismo para crear la Consejería de Privatizaciones, Externalizaciones y Aseguradoras. Y al Ayuntamiento de Sevilla le propongo la Delegación de Airbnb y Gestión de Llaves, Toallas y Sábanas. Así al menos tendrían que rendir cuentas.