Al final de aquel largo y ancho pasillo veía la luz, el resplandor que procedía del patio con el surtidor que ofrecía ese sonido relajante al descender su rumoroso chorro de agua y chocar contra la piedra blanca. Era junio y hacía un día soleado que iluminaba esa estancia de la facultad adornada por algunas grandes macetas tras el pórtico.

Allí estaban muchos de los departamentos de Derecho pero ese día no me interesaban el de civil o el de filosofía, solo quería ver el tablón de anuncios de financiero donde deberían estar expuestas las notas del examen final. Con ese resultado me jugaba la carrera y yo sabía que no era fácil aprobar esa asignatura, de hecho, era la materia que había dejado para el verano.

Al fondo del jardín colgado de la pared estaba el expositor que contenía la noticia sobre mi futuro: con un aprobado terminaba mis estudios universitarios y sería licenciado en Derecho. Solo me quedaría darme de alta en el colegio de abogados para ejercer mi profesión soñada. Pero si la nota de mi examen era un suspenso, mi verano sería de intenso estudio y poco divertimento. Serían dos meses en el escritorio de mi casa del pueblo en el que pasaría horas y horas con el flexo a mi izquierda y los apuntes de derecho tributario delante.

Si no aprobaba, sentiría el calor estival en casa y no en la calle con los amigos, en la piscina dejando que los rayos de sol me quemasen y una música de fondo con Lisa Stanfield, Sade o Simply Red, llegando ya de madrugada una noche tras otra bajo el cielo estrellado. Pero no dejaría de salir a correr por la carretera del Pedroso, en ese tranquilo camino volviendo casi al anochecer oliendo los aromas del campo; de vuelta en los últimos kilómetros ante un cielo entre azul y anaranjado, la brisa de la sierra, el pueblo y sus casas blancas en el horizonte.

Observé las caras de algunos compañeros de clase que ya se concentraban en los alrededores y a juzgar por sus expresiones éstas no evidenciaban los mejores augurios. Se respiraba tensión allí, junto a la puerta del departamento. Los rostros de los alumnos constataban que el profesor Estévez Hoyo había sido implacable otra vez. Pero yo debía afrontar la verdad, no podía recrearme más tiempo pensando en lo que podría ser o no ser.

Algo se removió dentro de mí cuando tras el vidrio del tablón vi la lista de apellidos cercanos al mío y a su lado solo veía suspensos. Y en un instante, en una décima de segundos, fui inmensamente feliz cuando ese numerito escrito a mano me indicaba que mi temor no se había confirmado y la suerte me había ayudado. Yo iba preparado para suspender y aprobé una de las asignaturas más difíciles de la carrera con el profesor más duro: había suspendido más del ochenta por ciento de la clase.

Pero yo había recibido ese regalo, ya no tendría que pasar cientos de horas estudiando financiero: estaba eufórico, sería un verano feliz. Poco a poco fui asumiendo en ese patio con tantos recuerdos que esos cinco años en la fábrica de tabacos habían terminado y ante mí se abría un mundo lleno de posibilidades.

De allí salí hacia la puerta de la facultad, ese edificio que guardaba tantas vivencias, tantos momentos y sensaciones. Iba acercándome solo al gran portón de salida, no estaba muy concurrida la facultad esa mañana de junio y los rayos del sol casi me nublaron la vista pensando en un futuro prometedor porque lo había conseguido. Año tras año, con mucho estudio y esfuerzo, la carrera había concluido, había llegado a la ansiada meta.