El escritor Stefan Zweig, autor de algunos de los relatos más clarividentes de la Segunda Guerra Mundial, vino a Sevilla en 1905. Mientras José Luis Gallegos y el gobernador civil daban oficialidad al Sevilla Fútbol Club en Teodosio 14, aquel joven de veintiséis años vagabundeó por la ciudad entre el 29 de marzo y el 27 de abril, sin saber que por delante le quedaba sobrevivir a dos grandes guerras y un suicidio. No se sabe la fecha exacta, pero se pueden deducir esos días de la publicación en el Berlín Tageblatt de un reportaje sobre Montserrat, en marzo, y otro de su llegada a Argel a finales de abril. El de Sevilla no está fechado, así que podemos permitirnos la licencia de situarlo en el Domingo de Ramos de aquel año, 16 de abril.

En el inicio Zweig argumenta la condición atemporal de Sevilla de la que los autóctonos somos fieles militantes: “Hay ciudades en las que nunca se está por primera vez. Deambulas por sus calles desconocidas y sientes como si de todos los rincones te acudieran los recuerdos, te llamarán voces amigas.” Una sensación parecida a la que hoy tenemos al recorrer la Quinta Avenida de Nueva York, Central Park o Times Square. Nos convertimos en el Woody Allen más fervoroso de la Gran Manzana y miramos hacia arriba reconociendo en cada esquina el piso que compartían Mónica Geller y Rachel Green en los primeros capítulos de Friends.

Las referencias de Zweig eran las de la ópera de Mozart. Quizás él también buscó la barbería de Fígaro con la ilusión con la que reconocemos el banco preciso frente al Puente de Queensboro de Annie Hall. El austriaco describe las similitudes entre Salzburgo y Sevilla, desarrollando los puentes que las unen a través de Mozart, quien imaginó Sevilla como Hölderlin describió Grecia, a miles de kilómetros del escenario que relataban.

Gracias al turismo de los aventureros románticos –aunque sea un error manifiesto llamar turista a Ford, Hemingway o el propio Zweig– apareció el subgénero de los relatos de viajes, una mezcla entre la aventura, el ensayo y la visión exótica. Barcelona ha prohibido los apartamentos turísticos, una medida radical que no debería impedir la llegada de gente de fuera. El deseo de controlar el flujo de visitantes báscula en un equilibrio funambulesco entre la turismofobia y los tiros en el pie. Que una nueva regulación es necesaria parece un consenso ganado a base de obviedades, pero no deberíamos privar a esas plumas extranjeras de regalarnos bonitos ríos de tinta sobre nuestra ciudad. Esos afluentes del gran caudal de la literatura sobre Sevilla han sido dibujados casi topográficamente por Carlos Colón en “Lacrimae. La Sevilla imaginaria”, Fernando Iwasaki en “Sevilla sin mapa” y Eva Díaz Pérez en “Sevilla, un retrato literario”.

Desde la lejanía del tiempo y las generaciones que nos separan, leo a Stefan Zweig, Bosco Díaz Urmeneta, y Jacobo Cortines, y desde la cercanía, a tres juanes –Juan Gallego Benot, Juan Lamillar y Juan Tallón–, intentando desdibujar las categorías de “extranjero” y “local”. Todos han hablado de Sevilla y algunos lo siguen haciendo. Los leo con el convencimiento de que esas etiquetas, las de “la gente de fuera” y “la gente de dentro”, sólo sirven para aplicar restricciones absurdas al libre ejercicio de la lectura. Larga vida a Zweig, con su mirada naive de Sevilla, y a Juan Lamillar, con su pluma sensible conocedora de todos los centímetros cuadrados de la ciudad. Las dos suman a nuestra biblioteca común, en crecimiento continuo. En unos años serán rescatadas las novelas que hoy se escriben sobre Sevilla, y como un hallazgo arqueológico, los José Marías Rondón y Eva Díaz Pérez de turno nos las regalarán con generosidad.

El modelo turístico debe regularse con urgencia, pero en el camino no deberíamos pagar el precio de mirar por encima del hombro a los viajeros, ni considerarlos la raíz de nuestros males. Nosotros también somos ellos cuando llega el verano y anidamos como bandada de flamencos toda la costa occidental, desde Isla Cristina a Tarifa. No renunciemos a los relatos de Lord Byron, Borges o Rubén Darío ni a los cuadros sanluqueños de Laffón o las crónicas londinenses de Chaves Nogales. Larga vida al viaje, corto o largo, y al ejercicio liberador de su escritura. Regulemos el turismo y diversifiquemos la producción, pero no caigamos en la trampa de convertirnos en ombliguistas censores de lo extranjero; cuidemos a los Zweig que nos visitan; exportemos las Laffón del mañana.