La Universidad de Sevilla ha colocado dos grandes banderolas en la fachada de la Iglesia de la Anunciación, a los lados de la portada que Hernán Ruiz tallase en 1568. El resultado chirría al ojo sensible y perturba las proporciones renacentistas legadas por la Compañía de Jesús, fundadora de la primera sede universitaria y portadora de una buena fama formativa que dura ya siglos. Las letras blancas sobre fondo granate nos recuerdan de quién es la iglesia y quién ha pagado su restauración. Un intento tosco de marcar el territorio, lejos de lo que cabría esperar de una noble institución.
Siempre es buena idea dar ejemplo, ser coherente entre lo que se dice y lo que se hace. Desde las primeras clases, allá por 2017, me resultó difícil impartir materias de arquitectura en un edificio artrítico, amortizado con demasiados años de servicio, y me sigue costando dar buenos ejemplos de urbanismo cuando recorro con mis estudiantes el despropósito de Marqués de Contadero, la locura señalética de las Setas o el pavimento levantado de la Avenida. Si me cuesta ser coherente, no quiero imaginar cómo será para los colegas de la facultad de Psicología.
En las aulas de la Universidad, y sobre todo en sus despachos, se perpetúan situaciones poco decorosas, y otras tantas inaceptables. Un terreno irrespirable para los más vulnerables: doctorandos y profesorado precario. Ella, la universidad, misterioso ente, se escuda en la falta de recursos a la vez que agota plazos y mantiene en una intriga dolorosa cientos de contratos de estabilización y plazas prometidas. Es evidente que el presupuesto menguante de la Junta, que ha motivado un escrito conjunto de los rectores hace unas horas, y los coletazos de la Ley Montoro tienen graves efectos en la viabilidad del modelo, pero también los tiene en la salud mental de sus trabajadores el opaco modus operandi marca de la casa. Les aseguro que dos másteres, un doctorado, artículos, congresos, estancias internacionales y seis años de docencia en interinidad a razón de 700€ al mes, descontando psicólogos, tienen sus consecuencias.
Cuidar al alumnado –evitando que reciban porrazos de la Policía Nacional en el Rectorado, por ejemplo–, y al profesorado –ajustando los sueldos a la ley o amortiguando la asfixiante burocracia– debería ser un objetivo primordial para la institución, un patrimonio igual de cuidado, protegido y tutelado que la Iglesia de la Anunciación. Las banderolas en la fachada de un Bien de Interés Cultural invitan a pensar en todas las carencias que quedan cubiertas tras los metros de lona. Si la US necesita forjarse una marca, aconsejaría rehabilitar los cimientos de su vetusta casa y dotar de unas mínimas condiciones de habitabilidad a sus moradores antes de especular con nuevas adquisiciones.
Metáforas inmobiliarias al margen, las elecciones rectorales que se acercan proyectan un pequeño rayo de esperanza. Con las votaciones abiertas al sufragio universal –hasta ahora se delegaba la elección a un Claustro–, el nuevo equipo de gobierno deberá afrontar la aplicación total de la LOSU, una ley de espíritu decente y futuro incierto. Ya sea en cumplimiento de la norma o de la ley no escrita de la decencia de lo público, a ese equipo habrá que exigirle la ética laboral que hoy se incumple.
Sara Mesa –formada en la US– cuenta en “Silencio administrativo” cómo la necrosis de la administración pública acaba expulsando a los más vulnerables de la rueda de oportunidades. Al releerla reconozco decenas de situaciones similares vividas en la universidad, siendo alumno, doctorando y profesor. A los que nos duele Sevilla nos duele su Universidad, y para todos debe ser una cuestión prioritaria, urgente, inexcusable, atajar la decadencia de la façon de faire de la Hispalense, empezando por retirar los carteles de la fachada de Laraña –una decisión que compartiría la mayoría del profesorado dedicado al patrimonio– y acabando por hacer de ella un lugar respirable para alumnos y trabajadores; un lugar en el que el tiempo no se agote en gestiones administrativas, batallas departamentales, inestabilidad e injusticias que congelan el ánimo; un lugar en el que la investigación y la docencia sean la prioridad y no el excedente.
La semana pasada se conoció la noticia de la pérdida de dos millones de euros de un proyecto europeo de la Universitat de Barcelona por denuncias de acoso laboral. A nadie que haya recorrido los pasillos de alguna facultad le sorprenderá. El manual de la prudencia aconseja no enfocar nombres propios ni situaciones particulares, pero el titular podría haber llevado el nombre de cualquiera de sus homólogas nacionales. Suficiente desgaste ha sufrido la universidad pública, batallando sin recursos contra el elitista modelo privado e intentando orillar escándalos, desde Cifuentes al rector de Salamanca, como para no advertir la necesidad de un cambio profundo. Perpetuar este modelo implicaría pervertir el espíritu del concepto de universidad, significaría plegarse ante un sistema agotado a base de falsos índices de calidad, impactos bibliométricos y sexenios de pobreza.