Calle Alfarería, 17 m2, bajo interior, 690€ al mes; Plaza de la Gavidia, 28 m2, primero interior, 750€ al mes; Calle Pérez Galdós, 20 m2, 1.000€ al mes; Estudio en calle Virgen de la Cinta, 30 m2, bajo, 750€ al mes; Piso en calle Cardenal Cervantes, 30 m2, bajo, 1.500€ al mes.
Si es usted propietario de uno de estos anuncios espero que algún día se vea en la tesitura de vivir en 17 m2. Si por el contrario está buscando un piso en el que sobrevivir, siento saber que estamos en el mismo barco. Todos esos anuncios están colgados hoy en el idealista, sin que sea ilegal y sin consecuencias para los arrendadores.
La idea de que los jóvenes no se esfuerzan como antes se la he escuchado a personas serias y formadas. Claro que el paradigma ha cambiado, porque un trabajo que no da para pagar el alquiler no dignifica. Los bajos sueldos y la baja moral de quienes inflan los alquileres se acompasan con la inacción de la Junta de Andalucía, que sólo ha ejecutado un 15% de los fondos transferidos por el Estado, y de un ministerio al que más le valdría cambiar de jefe de gabinete.
No es discutible que quienes disfrutan de una pensión de casi 3.000€ se lo merezcan, por muy deficitario que sea el sistema. Ningún pilar del Estado del bienestar es rentable ni debería serlo. De hecho, esas condiciones deberían extenderse a quienes reciben una miseria por viudedad –o por no haber cotizado en el sector de los cuidados– y que combinan el pago de facturas con recoger a los nietos del colegio. La clave no está en los hijos del baby boom que cotizaron religiosamente, sino en que ricos lo son cada vez más, amparados por empresas pantalla y paraísos fiscales; “star-ups” que facturan millones pagan sueldos de 1.500€ mientras trampean su fiscalidad. Y todo envuelto en una dialéctica neoliberal de coaching, team building y espíritu de empresa.
La familia y el trabajo nunca serán lo mismo, por eso huyan rápidamente de esas oficinas que les hacen sentir como en casa con sofás, pufs, máquinas de café y sonrisas. Tengo un buen amigo cuyos jefes llevan años embolsándose millones mientras no consigue que le suban un sueldo que le da para lo justo, rodeado de eslóganes ridículos sobre la felicidad y la suerte de formar parte de esa “familia”. Por prudencia no daré nombres, pero seguro que se les ocurren varios ejemplos.
En el anecdotario de pesadillas cotidianas, tengo otro querido amigo al que se le cayó el techo del salón y su casera escurrió el bulto alegando fallos en el edificio. Convertido en rehén de las pericias del escayolista, no encuentra otro piso en toda Sevilla dentro de su presupuesto. Otro de ellos vive en un magnífico bajo de doble altura por menos de 600€. El truco está en que se trata de un local comercial sin cédula de habitabilidad. Anécdotas o norma, estas situaciones forman parte de una realidad que nos asfixia.
Entre las posibles formas de afrontar el problema, la que parece más errática de todas es la de los beneficios fiscales sin tener en cuenta la renta, y no sólo en el alquiler. De ahí que al duque de Alba, por ejemplo, le salga gratis el autobús, o que vaya al cine los martes por 2€. En el extremo generacional contrario, el ministro Iceta presentó en 2023 el bono cultural para todos los que cumplían 18 años, incluyendo los hijos de la nobleza; el acabose llegó este lunes con una nueva convocatoria de las ayudas al alquiler, dotada con 200 millones de euros que acabarán en manos de los caseros.
La paciencia de las generaciones entre los 18 y los 65 se está terminando. Se les prometió todo, y ahora ven que su universo se reduce a 17 m2 y una suscripción a Netflix. Si la Junta de Andalucía, competente en la materia, se limita a culpar al Gobierno central, estará insultando la inteligencia de los andaluces; si el ministerio de Isabel Rodríguez no fomenta un estricto marco normativo antiespeculativo, y el de María Jesús Montero no aplica el aumento impositivo a las grandes fortunas, el problema seguirá engordando y la mudanza de Feijóo a la Moncloa será cuestión de meses.
Cuando la política no responde a los problemas suelen aflorar soluciones imaginativas: ante la falta de espacio y el deterioro del caserío del centro, el arquitecto sevillano Santiago Cirugeda propuso en 1998 unas cabinas que se adosaban a las fachadas como parásitos, ampliando la superficie de las casas. Aprovechando los puntos muertos de las ordenanzas, a estos andamios habitables le siguió la ocupación de las copas de los árboles de la Alameda y la conversión de cubas de obra en balancines para niños. Cuarenta años antes, cuando la destrucción de la Segunda Guerra Mundial había dejado cientos de parcelas vacías en Ámsterdam, Aldo van Eyck las transformó en parques infantiles. Siendo técnico del ayuntamiento, se rebeló ante el PGOU de 1934 y como un alquimista, convirtió el espacio residual en un servicio público. Ambas experiencias desmontan el discurso de quienes aseguran no tener margen de acción en el mercado. Con voluntad y valentía seguro que se les ocurre algo mejor que poner 200 millones en circulación, culpar al contrario o pagarle el autobús a un Grande de España.