La dolce vita tiene uno de esos arranques memorables del cine: dos helicópteros sobrevuelan Roma con un Cristo colgado en dirección al Vaticano. La película marcó época porque abrió ventanas cerradas hasta el momento, descolocando a la Italia de misa diaria. Un año más tarde, en 1961, Pasolini estrenó Accattone, en la que los marginados de los suburbios se convertían en protagonistas. Desde entonces los calificativos de “blasfemo, pornográfico y herético”, sufridos también por Fellini, le acompañaron hasta su asesinato.
Sesenta años después, el trianero Cristo del Cachorro también viajará a San Pedro, esta vez por carretera y embalado en una caja. Cuando la Virgen de Regla de los Panaderos fue a Madrid en 2011 para procesionar por la Castellana hubo cierta polémica entre quienes pensaban que las imágenes debían permanecer cerca de sus parroquias y los que defendían que al Papa (Benedicto) no se le podía decir que no. Trece años han transcurrido de aquella JMJ, que pasó sin pena ni gloria, con un Santo Padre que no llegó a percatarse del esfuerzo que había detrás de ese trasladado.
Entre el Cachorro y Regla, la Hermandad de Montserrat ha aprobado trasladar también a su titular a Barcelona en 2025. La imagen de vírgenes y cristos surcando el cielo recuerda el traslado de la Casa Santa, hogar familiar de Jesús, que según la leyenda despegó de Palestina hasta aterrizar en Loreto (Italia) para protegerse de la inestabilidad del lugar. Resulta desalentador que hoy la sagrada casa no habría tenido tiempo de escapar, bombardeada por un Netanyahu que aseguraría que se trataba de un refugio terrorista.
Aquel vuelo, retratado por Gatti, Carracci, Tiepolo o Liozzi, podría ilustrar algún libro de Julio Verne, o el mismísimo Mago de Oz, con una casa-globo portada por Ángeles y la Virgen sentada en el techo cual amazona. Incluso podría hacer un cameo en alguna escena disparatada de Amarcord o 81/2. Siempre me viene a la cabeza Federico Fellini al ver la subida de la Asunción de Cantillana, con la madonna emergiendo del subsuelo rodeada de niñas que le lanzan pétalos y aguardan la desbandada final de palomas blancas.
Convertida en involuntaria militante de Fellini, la Hermandad de la Peregrina de los Desamparados de Valencia hará procesión extraordinaria a Sevilla en noviembre, desplazándose en el llamado “Maremovil”, una estructura traslúcida que permite no privarnos de su visionado y asegurar su protección. Un híbrido entre la casa Farnsworth de Mies van der Rohe y el Papamóvil que aviva los universos berlanguianos.
Los desplazamientos del Cachorro y Montserrat, con la promesa de no ir en “Maremovil”, han sido aceptados sin demasiado debate. Cuando pase un tiempo habrá que pedir al imprescindible César Rina una opinión formada sobre el papel de las imágenes como piezas itinerantes, y preguntarle si en realidad no se trata de una adaptación de los ritos del turismo a nuestros titulares, como ya lo hicieron la moda, las joyas, la música o el merchandising, estampitas y medallistas mediante.
A pesar del escaso debate sobre el tema, en Andalucía se habla hoy más de cofradías que de sanidad, de la presión turística o del genocidio palestino. No de temas teológicos sino de todo lo demás: estrenos de las bandas, renovación de sayas, restauración de mantos… una realidad antropológicamente fascinante, estudiada con rigor, entre otros, por Daniel Martín-Gutiérrez. Estas discusiones pendulan entre los que ven una progresiva “cantillanización”, –término despectivo usado como sinónimo de los excesos y el fervor popular–, y quienes defienden una forma de expresar la fe libre y desprejuiciada. Por ahora la corriente quejosa de los “excesos” ha tomado la delantera, contando con alcaldes, hermanos mayores y una juventud entregada a la contención.
Quienes defienden el valor poliédrico de la fiesta, alejados del fundamentalismo de la sobriedad, han comprobado gratamente cómo el Museo Reina Sofía ha adquirido la obra Asunción gloriosa de José Pérez Ocaña. No vamos a descubrir ahora el potencial disruptivo del fervor andaluz, en los márgenes entre lo sagrado y lo profano, entre poder y contrapoder, pero que una imagen encolada de la Asunción de Cantillana vaya a compartir museo con el Guernica demuestra que aún quedan matices por explorar y posturas que reivindicar.
Sería una oportunidad perdida que el rastro de los traslados anunciados, como ya apuntó algún hermano mayor, se hiciese en secreto y sin posibilidad de documentarse. La vida de las imágenes incluye pasajes extraordinarios y situaciones inesperadas: la Amargura metida en un cajón, el busto y las manos de la Estrella en un camión de leña, la Soledad de San Buenaventura trasladada en ambulancia o la del Subterráneo en camilla, e incluso al David de Miguel Ángel emparedado en una cápsula de ladrillos para protegerlo de los bombardeos aliados. Esas fotos, lejos de restarles lustre, las humanizan y contextualizan como piezas vivas: igual que ahora disfrutan de la bonanza del turismo, también sufrieron la guerra.
La pátina de plegarias que lleva el Cachorro encima hace que verlo embalado nos produzca pudor y al mismo tiempo nos fascine el traslado de la Virgen de Valme en descapotable. La imagen del Cristo de la Expiración despojado de la cruz, pernoctando en bases militares hasta llegar a la Piazza di Venezia, donde Mussolini dio su primer discurso, formará parte de la historia de la talla. Negarla, ocultarla, sería un síntoma de la vuelta al punto de partida al que parece que estemos abocados, con películas acusadas de blasfemia y abogados cristianos fagocitando la judicatura en nombre de una yihad purificadora.