Hace unas semanas, un buen amigo cofrade me contó, con evidente entusiasmo, que había iniciado su colección de las archiconocidas Holy Cards de Semana Santa. Apenas un mes después, con una mezcla de orgullo y satisfacción, me mostró su álbum completo, repleto de pequeñas imágenes que conformaban un auténtico rompecabezas cofrade. Me sorprendió la rapidez con la que había logrado su objetivo y, al mismo tiempo, me hizo reflexionar sobre el significado de la espera y el valor del tiempo.

Todos, en algún momento, hemos sentido el impulso de coleccionar algo. Desde cromos deportivos hasta discos de vinilo, postales, periódicos antiguos o incluso objetos insólitos. Pero, más allá de la posesión de estas piezas, el verdadero encanto del coleccionismo reside en el proceso mismo. En la búsqueda paciente, en el hallazgo inesperado o en la emoción de encontrar aquella pieza esquiva que parecía destinada a no aparecer nunca y que, de forma sorpresiva, logramos conseguir. Hay una magia especial en la espera, en el tiempo que transcurre entre una adquisición y otra, en esa historia que se va tejiendo con cada nueva incorporación.

Sin embargo, el ritmo acelerado de nuestros días ha contagiado incluso a esta afición, transformándola en un coleccionismo exprés, en el que la satisfacción inmediata parece ser el único fin. Pero cuando se obtiene todo de inmediato, ¿qué queda después? En muchas ocasiones, el interés inicial se diluye con la misma rapidez con la que se ha completado la colección. Este fenómeno no se limita al coleccionismo, sino que es, más bien, un reflejo de una sociedad impaciente, donde todo debe ser rápido y donde la demora se percibe como un obstáculo, no como parte del proceso.

Esta prisa generalizada tiene consecuencias. Nos empuja a tomar decisiones precipitadas, a obtener resultados defectuosos o a construir relaciones frágiles. Cada vez más, ansiamos el éxito y la recompensa sin el esfuerzo ni el proceso necesario para alcanzarlos. Pero la impaciencia puede ser el mayor enemigo del logro verdadero. La escritora Andrea Köhler, en su obra El tiempo regalado: un ensayo sobre la espera, afirma que la modernidad se define "como un proceso de acortamiento de los tiempos de espera". Sin embargo, también nos recuerda que, en esta carrera frenética hacia la inmediatez, olvidamos que algunas cosas solo pueden alcanzarse con paciencia, pues quien "no sabe esperar, se roba a sí mismo", apunta la autora.

Quizás ha llegado el momento de reconciliarnos con el tiempo, de verlo no como un enemigo, sino como un aliado. No todo lo que tarda es una pérdida de tiempo. Al contrario, muchas de las mejores ideas, los proyectos más sólidos y los aprendizajes más valiosos requieren un proceso lento para madurar. Lo saben bien los naranjos de Sevilla, que aguardan pacientemente hasta que su azahar impregna la ciudad con su fragancia única, recordándonos que la belleza necesita su propio ritmo para florecer. Lo experimentan quienes se sientan en los bares a conversar sin prisa, saboreando no solo las tapas, sino también el tiempo compartido. Lo saben los sevillanos que, año tras año, esperan con anhelo la llegada de la Semana Santa o la Feria, una prueba fehaciente de que algunas emociones solo pueden entenderse cuando se han añorado el tiempo suficiente. Quizás sea el momento de volver a valorar la espera, de reconciliarnos con el dios Cronos y de comprender que detenerse no es un acto de debilidad, sino de sabiduría. Porque, al final, todo en la vida es cuestión de tiempo.