En 1580, diez años después de su retiro voluntario en la torre de su castillo en Burdeos, Michel de Montaigne decide abandonar su ciudad para explorar el mundo. Aunque conocía bien Europa a través de los libros, mejor que muchos ávidos viajeros, se propone recorrer el continente ataviado de cientos de hojas en blanco, varios cartuchos de tinta y otros tantos recambios de pluma. Después de publicar sus conocidos “Ensayos”, en los que reflexiona sobre la libertad, el sentido común y la diversidad humana, el grand tour europeo le motiva a pasarse al formato del “Diario”, un testimonio escrito durante los quinientos días que recorre Alemania, Suiza e Italia. Tanto el ensayo introspectivo como el diario de su travesía hacia Roma demuestran que el acto de viajar no siempre exige movimiento físico: ambas obras abordan el viaje desde perspectivas complementarias, quizás contradictorias, pero permiten al lector viajar sin moverse de su asiento.
 
Dos siglos después, Friedrich Hölderlin emprende otro viaje desde Burdeos, donde trabajaba como preceptor en la casa de un cónsul, hasta la ciudad alemana de Nürtingen. Al llegar, el poeta se ha convertido en un mendigo, irreconocible, sucio y demacrado, aunque con fuerzas suficientes para escribir sus últimos versos. Antes de regresar a pie a Aquitania, compone uno de los viajes mentales más brillantes de la literatura, “El archipiélago”, un poema en el que describe Grecia con un amor mitológico tan vívido que parece poder tocarse, más intenso y profundo que si lo hubiese escrito desde la costa griega. Esta obra fue escrita poco antes de su enfermedad irreversible, con la lucidez de aquellos que experimentan una recuperación milagrosa en los estertores de la muerte. Durante sus últimos treinta y seis años de vida, sumido en la locura, Hölderlin vive, como en un tributo inconsciente a Montaigne, recluido en una torre de la familia Zimmer. Ambos comparten Burdeos como casilla de salida, uno dejando su torre y el otro dirigiéndose a una nueva, como si hubieran diseñado en secreto un plan para reivindicar el viaje y la palabra como principios vitales.
 
Burdeos y Sevilla están unidas por varios hilos, algunos más insospechados que otros, entre los que sobresale uno ocurrido en 1989, cuando el colectivo 4Taxis de la Escuela de Bellas Artes de Burdeos organiza una serie de talleres en Sevilla. En el contexto de la Exposición Universal de 1992 y el eco del año 1492, el taller, titulado Atelier Christopher Columbus, busca sumergir a los estudiantes en “la experiencia de Sevilla como ciudad”. Las obras creadas, que van desde revistas sobre la imaginería barroca hasta performances urbanas que enfrentan el “Serranito” al “BigMac”, son revisadas por artistas y residentes locales como Kiko Veneno, Caraoscura, Chico Ocaña y Juan El Camas. Los estudiantes visitan lugares como la Plaza de Toros de la Maestranza, el bar El Joven Costalero, asisten a fiestas y exploran la ciudad de los turistas, el barrio de Triana y las aceras del centro. Durante los tres años del taller, las intervenciones se centran en evaluar el legado artístico y popular de varios pintores, incluyendo una encuesta sobre eterna pregunta: “¿Velázquez o Murillo?”. Las conclusiones mostraron cómo la cultura popular sevillana había moldeado el imaginario de Murillo, mientras que sus élites seguían cautivadas por modelos centroeuropeos y norteamericanos. El pintor, lejos de ser un símbolo de provincialismo, representaba una forma de trascenderlo. 
El paso de ese grupo de jóvenes artistas por la ciudad, recogido en volumen publicado en 2014 por la editorial de la École d'Enseignement Supérieur d'Art de Bordeaux, añade nuevas razones de peso a favor de la hipótesis que plantea que, para comprender la verdadera Sevilla, la sublime, es necesario alejarse de ella, emprender un viaje más allá de Ítaca para descubrir su verdadera esencia.
 
El taller continúa su viaje nómada y se traslada a Oaxaca, donde surge una nueva lectura del colonialismo y el viaje de Cristóbal Colón. Este último viaje desde Burdeos se convierte en el inesperado cierre de una historia de ciudades, expectativas y visiones; como un epílogo complementario a las obras de Hölderlin y Montaigne, los franceses convierten Sevilla en su pequeño laboratorio para demostrar que las ciudades no solo se habitan, sino que también piensan, actúan e incluso viajan.
 
La capacidad de Hölderlin para recorrer Grecia sin estar allí, al igual que los ensayos de Montaigne, invita a reflexionar sobre el poder de la palabra para crear ciudades y arquitecturas en el aire, como castillos en la arena, tangibles y reales como los edificios que duran siglos. Sevilla se aloja en diarios de viaje, novelas, relatos afectados e incluso pregones, que estos días nos brotan alrededor como lo hace el azahar, inmortalizando días pasados, travesías y momentos impresos para siempre en ligeras cuartillas y pesados tomos. Sin necesidad de movernos físicamente, como el poeta romántico, podemos explorar el desaparecido Corral de los Olmos o la atmósfera burocrática de la oficina de la última novela de Sara Mesa; ni el corral se volverá a levantar, ni la oficina de la escritora existe más allá de las páginas del libro, pero en ellas está también Sevilla. 
Con la facilidad de viajar o leer libros a un clic de distancia, parece más necesario aún alejarse, marcharse, refugiarse en otros lugares para ver así, encuadrada en un marco carcomido, la verdadera cara de una ciudad en la que resuenan dilemas existenciales que no son más que juegos de poesía, acertijos metarurbanos: Velázquez o Murillo; Esperanza de una orilla o de la otra; Nervión o Heliópolis. Que el balón dicte sentencia