Sobre la medianoche, cuando las polémicas sobre el género en la lengua y la falta de testosterona que aboca al europeo a claudicar ante el empuje del Islam radical duermen aquietadas, la memoria ha venido a visitar a Arturo Pérez-Reverte. Un joven tuitero - que ha borrado sus huellas tras la conversación - desempolvaba de la hemeroteca la portada del diario ABC del 6 de noviembre de 1975. 'Firmeza española', clamaba el titular el día en el que 350.000 ciudadanos marroquíes escoltados por el ejército real entraban en el Sáhara Español. El color de las tapas de los coranes que enarbolaban darían el nombre al acontecimiento histórico: la Marcha Verde.
"Sí" - se reconocía el escritor, reportero y académico. "Soy el de la izquierda. Con 23 años. La foto fue tomada desde el lado marroquí. Aunque firmeza española hubo poca". Efectivamente, Pérez Reverte fue sorprendido por la cámara en uno de sus primeros reportajes para el diario Pueblo, empotrado en una patrulla de la Policía Territorial española y disfrazado con uniforme, según reveló, porque el régimen no quería periodistas en primera línea. Desde ahí contempló la pasividad del ejército español mientras las fuerzas saharauis eran superadas por las tropas marroquíes, un hecho para el que todavía tiene palabras de reproche.
De este modo la histórica portada ha llegado a la generación de seguidores virtuales de Pérez-Reverte. Pero la conexión emocional del escritor con ella se remonta a dos décadas atrás, y es mucho más profunda de lo que los 140 caracteres permiten explicar. La primera mención la hacía en 1995 en El Semanal, relatando cómo llegó a su conocimiento. El protagonista es el militar capturado en el movimiento de saltar al vehículo, Diego Gil Galindo, que se la presentó durante una firma de libros en Sevilla.
Miré la foto. Un Land Rover en el desierto, junto a una alambrada. Soldados con turbantes y cetmes. Un militar fornido, en quién reconocí a mi interlocutor. A su lado, un joven flaco con el pelo muy corto, gafas siroqueras, ropa civil y cámaras fotográficas colgadas al cuello. (...) Durante casi un año compartimos tabaco, arena del desierto y copas en el cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún, cuando éramos jóvenes y él creía en la bandera y en el honor de las armas, y yo creía los Reyes Magos y en la virginidad de las madres. Y tal día como hoy, víspera de Navidad, hace exactamente veinte años, a Diego Gil Galindo lo vi llorar.
Esa última noche, víspera de Navidad, cuando el director de mi periódico -'Pueblo'- cedió a la presión de Presidencia del Gobierno y me ordenó salir del Sáhara con las tropas españolas, la pasé en el bar de oficiales de un cuartel desmantelado, mientras los archivos ardían en el patio y los soldados del general Dlimi se apoderaban de El Aaiún. (...) Lo que en éste momento veo son sus ojos tristes aquella última noche, su amargura de soldados vencidos sin pegar un tiro. Atormentados por su palabra de honor incumplida, por sus tropas indígenas engañadas y por aquella inmensa vergüenza de cómplices pasivos que les hacía inclinar la cabeza (...) Compréndanlo: yo tenía veintipocos años y ellos había sido mis héroes.
Más de una década después, en 2008, Pérez-Reverte volvía a recordar la portada que ahora resurge en redes por un emotivo motivo: Gil Galindo había muerto días antes.
Todos cuidaron de mí hasta el final, correspondiendo generosos a una estrecha relación fraguada desde el primer día en que, joven reportero del diario 'Pueblo', aterricé en El Aaiún. Durante nueve meses ellos fueron mis amigos, mis padres y mis hermanos; y a su lealtad debo exclusivas en primera página, experiencias intensas y episodios singulares; alguno de los cuales, fiel a las reglas, no publiqué jamás. (...) Eso incluyó las lágrimas del capitán Gil Galindo –aquel hombretón de casi dos metros lloraba desconsolado, como una criatura– la última vez que recorrimos El Aaiún, entregado a las tropas marroquíes, mientras él repetía, una y otra vez: «Qué vergüenza, gollete –siempre me llamaba gollete, niño, en hassanía–... Qué vergüenza».
Diego Gil Galindo murió hace unos días. Me llamó su hija para decírmelo. Estando en las últimas quiso que telefonearan a sus amigos para desearles Feliz Navidad. Entre ellos incluyó mi nombre, aunque en treinta y dos años sólo habíamos vuelto a vernos una vez, durante apenas cinco minutos de agridulce nostalgia de aquel Sáhara que tanto amamos y que ya no existe.