Las personas se dividen en dos bandos: las que aman la Navidad y quienes la odian. Podría hacer más divisiones hasta hablar de aquellos a los que les da igual, quienes no le hacen ascos a estas fechas porque siempre cae algún regalo, los que no la aman pero la toleran porque los atracones les liberan de las cadenas de las dietas... Al final volveríamos al yin y el yang navideño: o la amas o la odias. A la Navidad, dejemos en paz a la suegra.
Echemos la vista atrás, que para eso estas fechas son perfectas para la nostalgia. ¿Recuerdas cuando ayudabas a colgar los adornos navideños en lugar de retrasar hasta el último día tan fastidiosa tarea? ¿O cuando te quedabas de noche sin dormir solo por si atisbabas a los Reyes saltar por la ventana? Crecer implica perder la inocencia, ese ese es el peor síntoma de la enfermedad diagnosticada como "hacerse adulto". Y es una mierda, hablemos claro. Al fin y al cabo, ¿no te gustaría sentarte en la mesa de Nochebuena con el mismo espíritu de los diez años en lugar de sentarte ahora mientras sufres por el momento en el que empiece la misma discusión de todos los años? Sí, los tiempos han cambiado y ya no somos los mismos, pero porque no queremos.
La Navidad está hecha para los niños y para no romper los secretos. En el momento que alguna de estas dos reglas se rompe estamos vendidos, y nunca mejor dicho. Antes anotábamos los días para que llegase Navidad, ahora anotamos los días que faltan para que llegue principios de mes; cuando éramos niños no poníamos en duda la magia de los personajes que traían los regalos, ahora no nos creemos ni al vecino que nos saluda con una sonrisa y el desgastado "Feliz Navidad"; con diez años éramos felices delante de una bandeja de turrón, y ahora... Ahora también, pero no nos poníamos tristes al comérnosla entera. Bueno, entera no, que el turrón duro siempre queda, hay cosas que no cambian.
Seamos niños de nuevo por más que nuestra suegra nos mire como si recomendásemos hipotecas a plazo fijo. Lancemos migas de pan y terminemos arrojando las peladillas porque, total, llevaban desde el 2000 esperando a que alguien se ocupara de ellas. Y disfrutemos de la misma manera que disfrutábamos como éramos pequeños. ¿Que no te acuerdas? Mentira.
Todos nos acordamos de cuando éramos pequeños porque, en el fondo, intentamos que nuestros hijos sientan lo mismo que nosotros experimentamos en su momento. Ese ansia por que llegasen las fechas señaladas, por que terminase la última mañana de colegio para salir corriendo sin que importasen las notas, sentíamos auténtico deseo por ver a los familiares lejanos y no solo porque nos trajesen regalos. Bueno, eso influía, pero la Navidad no eran solo regalos. Había amor, amistad, cariño, ternura y mucha inocencia. En el fondo la magia de la Navidad es eso, inocencia. ¿Dónde te quedaste?
La inocencia es como el turrón de chocolate: continúa igual que antaño, pero llega un momento en el que dejas de prestarle atención. Cuando no lo miras con ojos golosos, cuando dejas de comerlo sin preocuparte de que tus dedos y morros se embadurnen de chocolate, justo en ese momento, abandonaste a tu espíritu infantil. Y sin él resulta imposible apreciar todo lo bueno de la Navidad porque, no lo olvidemos, más allá del consumismo que nos asfixia se encuentra el encantamiento de las luces, los villancicos, de los deseos sin maldad y de los abrazos que llegan sin previo aviso. Esto no cuesta dinero y, sin embargo, es lo único valioso.
¿Te fijaste en la abuela de la foto, la que hace de portada de este artículo? Pues así quiero ser de mayor: feliz de mantener la inocencia pese a todo lo que digan de mí. Reivindiquemos eso. Fuck You Life!