Anda que no ha evolucionado la tecnología en los últimos treinta años: hemos pasado de ver al microondas como un objeto casi de la NASA a no sorprendernos cuando alguien paga con el móvil las consumiciones en la terraza. Los cambios a los que más rápido nos acostumbramos suelen ser los progresivos, algo que ha ocurrido con los móviles: empezamos llamando con un cable, pasamos a llamar a través de una antena y ahora llamamos utilizando una conexión de datos. Sin cables, por supuesto, que eso es casi tan antiguo como beber del porrón.
No tener cables da tanta libertad que después no hay manera de acostumbrarse cuando nos falta esa opción. Ahí es donde entra el WiFi, esa especie de magia negra que nos lleva el Facebook y los vídeos de gatos a nuestro móvil y ordenador. Casi más al primero que al segundo, que el armatoste con monitor está desapareciendo tan rápido como nuestra intimidad. Sin que ello signifique que deje de usarse, por supuesto, pero sí que el móvil lo ha sustituido casi en todo. Hasta para ver porno.
¿Qué es lo que nos abre la puerta al mundo en el móvil? La conexión a Internet. Las tarifas de datos engordan al ritmo de nuestras barrigas en vacaciones, pero siguen sin sustituir esa satisfacción que da el conectarse a una WiFi (preferiblemente gratis) y ver que tienes barra libre de Internet. Lo curioso es que el WiFi pasó a ser un objeto de deseo, ese "Si no hay Casera nos vamos" (guiño a los lectores de la EGB) que prolifera en bares, bibliotecas, cafeterías, plazas del pueblo y hasta en la playa. Exacto: nos hicimos tan dependientes del WiFi que no soltamos el móvil ni siquiera cuando nos asamos sobre la toalla. Hemos olvidado cómo aprovechar el tiempo libre sin estar conectados, el WiFi nos ha hecho más tontos. Y el smartphone, que es más inteligente que lo que tenemos sobre los hombros.
WiFi en las playas. ¿Para qué?
He de decir que soy de esos que va con el móvil a todas partes, de los que aprovecha cualquier tiempo muerto para ver qué está ocurriendo en mis cuentas sociales. Y sí, lo reconozco: también le erigiría un tótem al WiFi, igual que a la tortilla de patatas, a los días de vacaciones y a los cinco minutitos más después de sonar el despertador. Por ello debo criticar esa tendencia de llevar conexión de Internet a todas partes: hay ocasiones en las que conviene estar desconectado. La playa es una de ellas.
Vale, el WiFi te permite aislarte de los niños jugando con la pelota a un metro de tu toalla, pero tampoco hay por qué estar conectados de manera constante, sobre todo porque la playa debería estar para todo lo contrario: desconectar (y para dar envidia cuando vuelves de vacaciones). Así que, ¿por qué el ayuntamiento pone tanto empeño en llevar WiFi a pie de costa y no demasiado en evitar que los chiringuitos nos atraquen por un menú y un helado? Pronto pedirán aval bancario antes de reservar una paella familiar.
Llevar WiFi a las playas es un poco extremo, pero no creas que es el sitio más extraño donde triunfa esta conexión inalámbrica. Ahora hay WiFi en los aviones, por ejemplo: no puedes desconectar del trabajo ni siquiera cuando vuelas. También tenemos WiFi en los parques públicos, en el coche, en el autobús, en las paradas de tren... Es más difícil que alguien te diga "buenos días" que conectarse a Internet.
Cuando el WiFi prolifera aparecen los extremistas detractores
Si el WiFi nos ha vuelto tontos en el sentido de que no podemos estar en ninguna parte sin prestarle atención al móvil, podría decir que ha vuelto tontos a ciertos detractores de esta conexión inalámbrica que ven en ella al ente propagador de los males modernos. Sí, hablo de los gorritos de papel de aluminio.
La radiación WiFi es segura y de muy baja intensidad, por lo que no afecta en absoluto a los seres vivos. Está más que demostrado científicamente, pero hay quienes se empeñan en demostrar lo contrario. Hasta se habla de conspiración, inconcebible.
Si lo pensamos fríamente (qué difícil ahora en verano), los movimientos contrarios al WiFi son el desencadenante a la enorme expansión que tiene la conexión inalámbrica. No nos basta con tener WiFi en casa o en el trabajo, queremos disfrutar de él hasta cuando nos sentamos en la taza del váter. Otro signo de la enorme evolución de la tecnología: ya no leemos los botes de champú, nos llevamos el móvil hasta para cagar. Literalmente.
Ya sea por unos como por los otros, el WiFi nos ha vuelto un poco más tontos. Quizá no solo sea el WiFi, pero está claro que disponer de esta conexión en todas partes consigue que la utilicemos para pasar el rato en lugar de dedicar ese tiempo a pensar. O a aburrirnos, que el aburrimiento también está en extinción.