Por lo general, la muerte es algo que no nos apetece en exceso y en lo se procura no pensar. Sin embargo hay algo que puede resultar todavía más inquietante que la muerte: que alguien crea que estás muerto y te entierre vivo. La tafafobia es el miedo irracional a ser enterrado vivo, y aunque en la actualidad -con las técnicas médicas actuales y la normativa que obliga a esperar 24 horas tras declarar la muerte para enterrar-, es muy complicado que tal cosa ocurra. Sin embargo, hubo una época en la que podía ocurrir.
Fray Luis de León murió en 1591. Archifamoso por sus encontronazos con la Inquisición y por su "decíamos ayer", cuenta la leyenda que cuando se inició el proceso para su beatificación se abrió el ataúd y se descubrió que estaba arañado por dentro. Como no se podía estar seguros de que el fraile no hubiera renunciado a Dios en esos momentos de desesperación, no se le pudo declarar santo. Sir Francis Bacon recoge un caso similar en Historia vitae et mortis: el del filosofo escocés Juan Duns Scoto, muerto en Colonia en 1308, aunque ninguno de los dos casos está probado.
Pero eso no quita que hubiera casos reales.
El terror a ser enterrado vivo
En 1905 el reformista británico William Tebb aseguró haber encontrado pruebas de 219 casos en los que la víctima estuvo a punto de ser enterrada viva, 149 casos de en los que se les enterró, 10 casos de autopsias en vivo y dos en los que el muerto se despertó mientras era embalsamado.
Este miedo tuvo especial virulencia en el siglo XVIII y XIX, cuando varias epidemias de cólera azotaron Europa. Pero también cruzó el Atlántico: el primer presidente de EEUU, George Washington, pidió, cuando estaba cerca de morir en 1799, que se esperase durante al menos tres días tras su muerte antes de que se le enterrase.
Este miedo se puede ver reflejado en la literatura de la época, como El entierro prematuro, de Edgar Alan Poe, que también incluye esta temática en otros relatos como La caída de la Casa Usher o El barril de Amontillado.
Estos cuentos de Poe pudieron estar inspirados en la historia -de nuevo, no confirmada- de Anne Hill Carter Lee. Más conocida por ser la madre del general Robert E. Lee, el comandante de las fuerzas confederadas en la Guerra Civil Americana, y la mujer del gobernador de Virginia, Harry Caballo ligero Lee. Según se cuenta, sufría narcolepsia y en ocasiones caía en un profundo sueño. En 1804 habría caído en este estado, se le habría dado por muerta y fue enterrada en la cripta familiar. Por suerte para ella, una persona habría acudido a llevarle flores, oyendo gritos y golpes viniendo de su tumba, situación ante la cual se abrió el ataúd para encontrarla viva y un tanto confusa. No sería hasta 1829 que volvería a ser enterrada, esta vez de forma definitiva.
Ataúdes con campana
En el siglo XVIII aparecieron los primeros ataúdes de seguridad. El pastor Robert Robinson murió en 1791 e hizo instalar un panel de cristal en su ataúd y su mausoleo debía ser visitado regularmente para comprobar que no había señales de respiración en el vidrio. El duque Fernando de Brunswick, mariscal de campo prusiano, murió un año después e hizo que se le enterrase con un cristal que permitiese la entrada de luz y un tubo que hiciera circular el aire. Además, se le enterró con dos llaves: una para abrir la caja y otra para salir de la cripta. No le hicieron falta.
Entra en escena Adolf Gutsmuth, quien hizo realidad una idea loca de P.G. Pessler, un sacerdote alemán que propuso imitar el sistema de las campanas de una iglesias para que los muertos que resultasen estar vivos pudieran dar señales al exterior. Gutsmuth añadió un toque personal: un tubo que permitía suministrar alimentos al ataúd. Fue enterrado varias veces para demostrar la eficacia de su invento, incluso llegando a cenar bajo tierra.
Aunque tal vez el más peculiar ataúd de seguridad fue el del francés Angelo Hays. En 1937, cuando tenía 19 años, sufrió un accidente de moto golpeándose de cabeza con un muro de ladrillos. Los servicios de emergencia no le encontraron el pulso y lo dieron por muerto. Tenía la cara tan desfigurada que no permitieron a la familia ver el cuerpo. Fue enterrado en Saint-Quentin-de-Chalais, pero la sorpresa saltó cuando, dos días después cuando la compañía de seguros necesitó comprobar el cuerpo y al abrir la caja el forense se encontró con que Hays estaba vivo, en coma. Esto había reducido su necesidad de oxígeno y le permitió sobrevivir dos días enterrado.
No solo logró recuperase por completo, sino que además la experiencia le llevó a inventar un nuevo tipo de ataúd de seguridad que incluía una pequeña despensa, un retrete químico y un transmisor de radio. En los años 70 se convirtió en una celebridad menor en Francia, realizando exhibiciones siendo enterrado vivo con su ataúd en televisión.
"Salvados por la campana"
Corre la leyenda urbana de que la expresión "salvado por la campana" viene de estos ataúdes y de la gente que se salvaba gracias a ellos. Se trata de un mito muy extendido, porque lo cierto es que no es así. La expresión proviene, en realidad, del boxeo y de la campana que indica el final de cada asalto. Cuando un boxeador estaba recibiendo una tunda y el final del asalto le libraba de caer por KO, se decía que había sido salvado por la campana.
A pesar de que entre el final del siglo XIX y principios del XX hubo solo en Estados Unidos hubo hasta 22 patentes de este tipo, la poca practicidad y su coste hicieron que nunca se popularizasen, por mucho que muchas personas se hubieran quedado más tranquilas con uno de estos. Hoy en día basta con poner wifi en el ataúd. Y sí, ya hay quien lo ha pensado.
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