El 26 de abril de 1986 a las 1:23 y 40 segundos de la madrugada, el reactor número 4 de la central nuclear memorial Vladimir Ilich Lenin sufrió un fallo catastrófico y explotó durante unas pruebas de seguridad, dejando su núcleo expuesto y lanzando una enorme cantidad de material radioactivo a la atmósfera en el accidente nuclear más grave de la historia.
La nube radiactiva llegó hasta Suecia. Esa noche Janina Scarlet tenía casi tres años y vivía en Vínnytsia, una ciudad a apenas 250 kilómetros de Prípiat, la ciudad en la que se enclavaba la central que la magnífica serie de HBO ha puesto de moda.
“No recuerdo mucho del evento en sí”, explicado la joven en un artículo en Women’s health. “Pero sí me acuerdo de la sensación de confusión en el momento de la explosión, que se convirtió en una oleada de preocupación cuando nos enteramos de lo que realmente había pasado”.
Si la radiación no hubiera llegado al extranjero, las autoridades posiblemente nunca hubieran recomendado a la población que se tratara con yodo. Para entonces habían pasado dos semanas y Janina había absorbido una gran cantidad de radiación. Al comer fruta fresca, al beber agua… al salir a la calle. Seis meses después comenzó a enfermar. Su sistema inmune estaba tan dañado que un simple constipado la llevaba al hospital.
El estigma de Chernóbil
Se preguntaba si viviría hasta ser adulta. “Mucha gente joven comenzó a sufrir cáncer y a morir joven, como la mejor amiga de mi madre, que tenía solo 35 años”, explica. En una ocasión, en el colegio le mandaron a casa por una migraña. Tras recorrer andando dos manzanas, casi no podía ver. Al mirar al espejo vio que sus ojos estaban completamente rojos por los capilares que habían reventado y se desmayó.
En 1995, su familia abandonó Ucrania por motivos muy distintos: el antisemitismo que hizo que casi medio millón de judíos dejasen el país en la década de los 90. Su familia se instaló en Brooklyn. Aunque en el aspecto médico mejoraba, el tema social no.
A parte de tener dificultades con el inglés, tuvo que enfrentarse a los estigmas: “No la toques, es contagiosa”; “¿Eres radioactiva?”, “¿Brillas en la oscuridad?”. Llegó a considerar el suicidio. Y, entonces, llegaron los X-Men.
Los superhéroes mutantes le cambiaron la vida
“Cuando tenía 16 años vi la primera película de X-Men y me cambió la vida. Veía mutantes que, como yo, habían sido expuestos a la radiación. Me acuerdo que lloraba de felicidad durante la película porque me sentía muy conectada con esos personajes, era como verme a mí en la pantalla. Me quería unir a ellos, quería ser parte de los X-Men”, cuenta.
“Fue la primera vez que me di cuenta que no era una víctima, que era una superviviente”. Justo después de ver la película de Bryan Singer, acudió a su primera clase de psicología en el instituto. Hoy, afincada en San Diego, California, es una psicóloga especializada en usar superhéroes y otros personajes ficticios para ayudar a sus pacientes a superar sus traumas.
Todavía sufre migrañas y ataques epilépticos, aunque son mucho menos frecuentes. Hasta los 31 años fue incapaz de hablar de Chernóbil. Incluso ver el piloto de la serie de HBO le resultó durísimo. “Ver a algunos personajes despreciar la seriedad de la situación mientras otros morían por la radiación me recordó de los horrores que mucha de nuestra gente vivió”, cuenta.
“Viví todas las emociones posibles: duelo, horror, tristeza… No he podido ver más allá del primer episodio por ahora. Pero algún día espero tener la fortaleza suficiente para verla entera”.
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