Si hay una imagen grabada en la cabeza de cada español mayor de 30 años es la de la familia desgarrada, rota, atravesada por la bala del terrorismo que componían el matrimonio Garrido Blanco y su hija pequeña, Marimar. Un trío, otrora alegre, cálido, jovial, que vivió el momento más angustioso de toda su vida en primera plana de los periódicos: el crimen que marcó un antes y un después en la historia reciente de nuestro país. Miguel Ángel Blanco Garrido, joven concejal de Ermua del PP, fue asesinado por ETA de dos tiros en la cabeza en julio de 1997, tras permanecer durante dos días secuestrado por la banda terrorista.
La vida no fue, desde luego, tal como planearon. Para Miguel Ángel Blanco y Consuelo Garrido, dos humildes gallegos que emigraron a Ermua (Vizcaya) en busca de un futuro mejor, el futuro se proyectaba tranquilo: criando a sus dos hijos, Miguel Ángel, el mayor, y Marimar. Disfrutando de la familia, su gran pasión. Y viviendo en paz, aunque estuvieran en el País Vasco durante los años del plomo.
Ahora, la tragedia se ha cebado con ellos una vez más. O, mejor dicho, con su hija, la secretaria de Igualdad y Asuntos Sociales del PP. Porque no sólo perdió a su hermano en 1997 por sus ideas políticas, no. Es que sus padres han fallecido con tan sólo 20 días de diferencia y sin poder darle sepultura, por la pandemia actual.
Sin entierros por el coronavirus
El cabeza de familia, Miguel Ángel, murió la noche del 12 de marzo. Feneció por causas naturales, cuando el coronavirus aún no había conseguido recluir a todo el país en sus casas y España aún no vivía bajo un estado de alarma. Fuentes cercanas a la familia precisan, en conversación con EL ESPAÑOL, que ya no era un hombre autónomo y que la edad comenzaba a pesarle.
Así, finalmente y tras un problema intestinal, su vida se apagó. Le dio tiempo, eso sí, a despedirse de los suyos. Especialmente de su mujer, conocida de puertas para adentro como Chelo, que se había volcado en sus cuidados durante sus últimos años.
Las pompas fúnebres, sin embargo, hubo que posponerlas. La idea familar era incinerarlo y enterrar sus restos en Galicia, de donde son todos originarios, tanto los Blanco como los Garrido. Allí también descansa su hijo Miguel Ángel.
Pero Chelo, que fue el pilar que consiguió sujetar lo que quedaba de su familia tras el terrible secuestro y asesinato de su hijo, no quiso quedarse esta vez en el piso en el que vivía, en la capital del País Vasco, Vitoria. Por eso, y porque siempre tuvo en mente el poder estar con su familia, disfrutarla y cuidarla, se volvió a Madrid.
Consuelo Garrido siempre tuvo una conexión especial con sus hijos, pero especialmente con el mayor, Miguel Ángel. Así se detalla en El hijo de todos. Vida y asesinato del mártir que venció a ETA (La Esfera de los Libros), escrito por el periodista Miguel Ángel Mellado, director de Información de EL ESPAÑOL.
La obra fue publicada al cumplirse el 20 aniversario del asesinato del concejal de Ermua. El título nació del lamento de Consuelo en el entierro del joven, donde adujo que "ETA no ha matado a mi hijo, ha matado al hijo de todos". La complicidad maternofilial no fue cosa de la tragedia. Durante toda su vida fue así.
“Tal era el grado de compenetración entre los dos. Siempre, cuando uno muere, y más si lo matan a los veintinueve años de dos tiros en la cabeza, sin haber tenido casi tiempo para hacer nada malo en la vida, uno es el mejor amigo de la pandilla, el mejor colega de trabajo, el mejor hermano y, por supuesto, el mejor hijo con el que una madre pudiera soñar. En el caso de Miguel Ángel, como reconoce su hermana, «la niña», así la llamaba Miguel Ángel, lo era. Mejor incluso que ella. Más sensible. Más cariñoso. Más comprensivo. Más extrovertido. Más sociable. Más todo. Quizás más Garrido, por parte de Chelo, que Blanco, como su padre Miguel”, relata el libro.
Por eso, al verse viuda, se mudó a la capital para estar cerca de su hija y, especialmente, “de las niñas”, cuenta una amiga cercana a la familia a este diario. Lo estaba pasando realmente mal, porque, tal y como ella misma argüía, llevaba toda la vida sufriendo y no acababa nunca de sufrir. “No pudieron enterrar a su padre. Lo incineramos en Vitoria y sin más. Luego se fueron a Madrid con las niñas, con las nietas, y ha pasado esto. Es todo terrible”, ahonda, con la voz entrecortada.
Porque este miércoles, 1 de abril, Consuelo fallecía también, esta vez a causa de no haber podido superar la covid-19. En la capital madrileña fue donde se contagió del coronavirus SARS-CoV2 y donde había estado recibiendo atención domiciliaria. Pero su estado empeoraba y, finalmente, tuvo que ser ingresada. Poco se pudo hacer: a las horas murió, sola, como tantos españoles, en un centro sanitario.
Los planes son los mismos que cuando se pueda dar sepultura al padre: que las cenizas reposen todas juntas en su Galicia querida. Al lado de su hijo.
Conexión madre-hijo
Las circunstancias no ayudan a sobrellevar el dolor a los más allegados, especialmente, claro, a su hija Marimar. Diferentes voces del PP vasco relatan su angustia por no poder acompañar a su compañera, y también amiga. Los Blanco Garrido encontraron en las filas populares, especialmente en la sede de Álava, el cariño que necesitaban. “Los arroparon. Los afiliados y trabajadores se convirtieron en su familia. Fueron los grandes amigos de los padres”, desliza una fuente popular.
Lo cierto es que fue la propia Consuelo la que animó a su hijo Miguel Ángel a afiliarse al PP. También la que le pidió, horas antes de su secuestro, que dejara la política, dado el contexto de sangre y plomo que se estaba viviendo en la comunidad autónoma en los finales de los años 90.
Sin embargo, su hijo dio el paso y se afilió. Rápidamente le siguieron el resto: su madre, su padre, y, finalmente, su hermana.
Y no rompieron con el partido. “Su madre tenía una luz especial, una mujer muy buena. Te daban muchísima paz, a pesar de llevar una carga tan pesada”, suspiran desde el PP vasco.
“Eran una familia super bondadosa, sencilla, espléndida. Eran muy buenos. Yo me quedo con eso, con que eran gente buena de verdad”, ahondan desde su entorno. “A pesar de lo que les pasó, siempre tenían una buena sonrisa, una buena cara, un buen gesto. Te abrían su casa de par en par. Con la desgracia que pasaron fueron un ejemplo. Los dos, de bondad, a pesar del sufrimiento siempre se deshacían en atenciones cuando ibas a verlos”.
Todas las fuentes consultadas los describen como “muy humanos”. Una familia que encarnó el espíritu de Ermua: esa ola de solidaridad y de rechazo a la violencia terrorista que recorrió todo el país y cambió la lucha contra ETA para siempre.