La tarde en Sepúlveda era sofocante. Una presión mortal se cernía sobre la localidad segoviana. La bóveda baja presionaba con el gris espeso del verano camuflado el azul. El silencio se derramaba por el pueblo. El tránsito de los coches lo deshacía y la niebla callada se cerraba otra vez al instante. Desde el Duratón no subía rumor alguno, con las aguas inmóviles, a la espera. Varias unidades móviles, micrófonos y cámaras crepitaban a las puertas del polideportivo municipal Félix Arranz, donde la capilla ardiente instalada esperaba a la comitiva fúnebre desplazada desde Teruel -allí se le realizó por la mañana la autopsia al cuerpo inerte del matador-. Al lado, varios campamentos rompían la tensión en la piscina. La vida y la muerte, otra vez tan cerca.
"Claro que lo conocíamos", restalló la voz de un vecino en una calle cercana al epicentro del luto. "Lo vi nacer". Le acompaña una señora. "Sus abuelos me fiaban el pan. Ha sido una tragedia. Qué lástima". Más abajo, detrás de la barra del hotel rural que envuelve un recodo sobre el río, un joven tragaba lágrimas. "Era de la peña, un año más grande. Me enteré por los amigos, lo empezaron a comentar y ya salió en la televisión: un palo, tremendo".
En el interior del armatoste, el rumor del aire acondicionado industrial lo envolvía todo. Entre hierro y canastas, las coronas de flores, cerradas en semicírculo, hacían hueco al féretro. Sobre las bandas y flores el nombre de instituciones y políticos -Cospedal- toreros -Castella, Talavante, la Unión de Toreros, Abellán-, amigos, vecinos y conocidos.
Las rosas rojas de Raquel, su mujer, brillaban enormes. "Siempre juntos", se leía. Un poema sobre un atril. Una cruz lo presidía todo. Algún llanto disimulado, miradas perdidas. La de Alberto Aguilar era una interrogación, enrojecido por la rabia, recién llegado de Pamplona. Sergio Aguilar, cruzado de brazos, se fijaba en el infinito.
Llegó el padre de Víctor Barrio sobre un quejido. Tres alumnos de la escuela taurina de Madrid quebraban en la puerta. Y llovió.
La esposa se sostenía en brazos de amigas, flotando pálida. Pablo González, el que fuera su apoderado, vagaba sin rumbo. Miembros de las asociaciones profesionales se saludaban con dureza y el pabellón comenzaba a llenarse.
Fuera, la fila de personas se enroscaba y desaparecía a lo lejos, todo un pueblo en stand-by. La multitud aguardaba. Pasadas las ocho sonaron algunos aplausos: veinticuatro horas después, la cuadrilla levantó el féretro y accedió al lugar. Rompieron los llantos. "¡Por favor, Víctor, por favor!", se sacudía el abuelo sobre la lámina de cristal de la caja. El funeral, el lunes a las 11, será la última piedra de este penoso camino.