Una gorra blanca se balancea sobre la multitud. En el patio de caballos, junto a los capotes de paseo, petos y alguaciles, entre los toreros, las monteras y los alamares, mozos de espadas y apoderados, en el centro del bullicio del miedo, aparece un islote de tela que gira hacia el callejón. Sobre la visera, en el frontal, escrito con rotulador negro, ‘Cano’. Debajo de ella vive un hombre menudo, anciano y jovial. En torno a su cuello se deslizan tres cámaras, que cuelgan a plomo. Un siglo de toros se encarama a él replegándolo y manteniéndolo vivo a la vez. La mirada irónica delata a Francisco Cano: lo ha visto casi todo.
El fotógrafo taurino más longevo formaba parte del paisaje de las plazas de toros. Junto con los toros y los toreros, era lo único seguro en todas las ferias. El único nombre fijo en el paseíllo hasta que cumplió 100 años. Se pasó 70 fotografiando, escudriñando la sociedad, amarrando la Historia de España a través del ambiente taurino. La edad se le agolpó de repente. Cuentan que el fallecimiento de su segunda esposa, a la que estaba muy unido, lo empujó al vacío. Una neumonía complicó sus últimos días, que los pasó en la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, en Llíria, y murió en la madrugada del miércoles, con 103 años. Qué siglo XXI más soso nos está quedando.
Cano nació en Alicante el 18 de diciembre de 1912, en el barrio de la Goteta. Su padre, Vicente Cano, andaba por allí con un revolver: el sheriff de la playa del Postiguet quiso ser torero. No pasó de novillero pero ya había introducido en su familia el poso de la afición. El negocio que montó después sirvió a Cano para trabajar por primera vez. En el merendero del padre era el bañista porque bañaba a los demás. “He ayudado a meterse en el agua a niños de 3 años y abuelas de 100”, comentaba. Después se decantó por el boxeo y terminó de novillero, alcanzado por fin por las circunstancias. Bregó en capeas, saltó de espontáneo en Alicante y debutó en Orihuela. Llegó a sufrir una cornada. La Guerra Civil la pasó agazapado en una buhardilla. Un día se le ocurrió amenazar a un capitán republicano y todo el bando en su ciudad lo buscó para acabar con él. Se escabulló y firmaron la paz tiempo después, cuando mató un festival a beneficio de ellos. En esos años descubrió la fotografía. Simultaneó ambas actividades, llegó a alternar en el ruedo con el padre de Federico Arnás, hasta que cumplió los 30. Se quitó la castañeta y ya no se le volvería a ver más sin una cámara.
Cuando apretó el primer botón, Cano se adelantó a su tiempo. Vio la España que se abría, las gentes y personajes que llegaban desde todo el mundo. La nueva era. Acumuló 2.000.000 de negativos. “Estuvo muchas veces más pendiente de los tendidos que del ruedo”, explican los que le conocían. Descubrió a Ava Gardner y Hemingway, a Lollobrigida y Cantiflas, Gary Cooper, Charlton Heston y Orson Welles. Trabó amistad con Dominguín y Ordóñez, se relacionó con todos los toreros. Todavía resuena el titular con el que celebró su siglo en Las Provincias. “Si Ava Gardner y yo hubiéramos querido…” reflejo de aquellas noches de alcohol y humo entre actores, cineastas y nóbeles de literatura con el toro como eje. El mito de Cano se hizo gigante con ese Hotel Savoy que construyó en la realidad. Vivió lo que Alvite imaginó. Llegó a estar cerca de Franco en algunas cacerías. Todas las anécdotas vivían en él como en una pecera. Ahí se han quedado la mayoría.
En 1947 acude a Linares con Dominguín. La última tarde de Manolete sería la primera suya. La tragedia definitiva del toreo lo catapulta: era el único fotógrafo presente en la plaza cuando Islero mata al mostruo. El imaginario colectivo le debe ese instante a Cano, que hizo un reportaje completo de todo el día en la ciudad, las horas previas, la corrida y la mortaja. El perfil de mármol de Manolete dio la vuelta al mundo analógico con su firma dibujada.
Durante los últimos dos años y medio participó en el rodaje del cortodocumental sobre su vida Cano, maestro de la imagen, dirigido por Alberto González Lorente, que forma parte de un proyecto en el que colabora la Diputación de Valencia y otras entidades. Una exposición digital que cuenta también con una pagina web en desarrollo. “Es un fenómeno, siempre está contando chistes y gastando bromas”, cuenta el cineasta a EL ESPAÑOL, horas antes de conocer su muerte. “El hilo conductor del trabajo es el homenaje que recibió en Linares cuando cumplió los 100 años y a partir de ahí vamos hablando de su vida”. “El documental”, continua, “no tiene nada que ver con los toros: queremos reflejar la historia de España a través de él”.
El último homenaje está por acabar. “Estamos dando los últimos retoques, tenemos 90 horas de grabación y alguna entrevista pendiente”. “Pretendemos presentarlo en la Seminci de Valladolid”, explica Alberto.
Con 98 años batió otro récord. Se puso delante de una becerra. “Tenemos las imágenes. Es el hombre más anciano que ha toreado nunca”, alucina el director. “Cuando se muera… imagínate, no sé qué pasará”, anuncia. Al final también logró algo que parecía impensable: morirse.