Suena un golpe seco, se abre una puerta y un animal enorme marcha hacia el centro de la plaza como si no hubiera un mañana. Corre el año 1999 y apenas una decena de fotoperiodistas se reparten un par de burladeros del callejón para documentar un festejo taurino en el que torea Curro Romero. Entre ellos, yo, recién llegado a Sevilla sin haber pisado jamás una plaza de toros. Mi inexperiencia contrasta y de qué manera con la persona que me encuentro, con otra cámara, a mi lado. Francisco Cano. Entretanto, los aficionados jalean en una Maestranza que ansía ver torear al Faraón de Camas, como no se cansan de repetir una y otra vez en el argot. El maestro se dispone a coger el capote y yo, joven fotoperiodista, ya no sé dónde poner los pies, es la primera vez que me enfrento a una situación así y la adrenalina sube sin avisar empujada por el peso de la responsabilidad.
Dos capotazos, ¿sin interés alguno?, para comenzar, y una recién estrenada Nikon F5 hacen el resto acabando en apenas unos segundos con casi la totalidad de un carrete de treinta y seis exposiciones. El resto de cámaras, de fotoperiodistas con una amplia experiencia taurina, permanecen sordas durante el envite. Tras aquello, un leve susurro llega hasta mis oídos, 'Pero chico, a este paso vas a necesitar una carreta para traerte los carretes. Si aún no ha empezado a torear...', es Francisco Cano 'Canito', 1912, según reza en su famosa gorra blanca, exboxeador, extorero y todo un mito en las plazas de toros de toda España.
Desde entonces tuve la gran suerte de disfrutar de su compañía y sus impagables clases gratuitas mientras cubría la Feria de Abril para los diferentes medios en los que estuve desarrollando mi trabajo, tardes en las que Cano jamás dejó de ofrecer sus consejos, aderezados convenientemente por los oportunos apuntes de su buen amigo y compañero Rafael Fernández Moreno 'Rafemo', también fotógrafo taurino, extorero y enciclopedia personificada, con quien comentaba el desarrollo del festejo con continuos chistes que te obligaban a obturar a velocidades elevadas para evitar el cimbreo del monopié y la consecuente fotografía trepidada (movida). Apenas unos segundos del toro en la plaza para que Cano te hiciera una predicción, 'este no vale', y ya temías que retiraran el toro para sacar al sobrero, alargando la tarde. Pocas veces se equivocaba.
Cano era una persona que sabía disfrutar de su libertad, vivía como quería y se reía de todo, de sí mismo el primero y como nadie. Su discurrir por la Plaza era una constante de saludos, abrazos y muestras de cariño, desde el aficionado medio a los propios matadores, pasando por policías, políticos, areneros, alguacilillos y demás personal. Toda persona que se preciara, no sólo profesaba una profunda admiración por Cano, sino que daban lo que fuera por tener una foto firmada por él. Foto en la que curiosamente no se veían matadores de toros en el coso, sino al propio aficionado como protagonista, posando en el tendido, y lo más importante, la firma. Los actuales selfies no habían llegado a nuestra cultura y quien no era fotografiado por Cano en una plaza de toros simplemente no existía, y él era consciente de ello. Ava Gadner, Ernest Hemingway, Orson Wells, Debora Kerr, Sofía Loren o Gary Cooper, entre otros, cayeron inmortalizados bajo su mirada.
Los más afortunados, como un servidor, a quien quiso obsequiar con una, la conservan en blanco y negro, fruto de un revelado manual, con grano, ese grano que tanto recuerda a las fotos que lo encumbraron aquella tarde en Linares y por las que apenas obtuvo una recompensa económica adecuada, fue el único reportero gráfico que documentó la muerte de Manolete, en cualquier caso, sus fotos dieron la vuelta al mundo y nació el mito.
Los años no pasaban en balde y Cano continuaba bajando a Sevilla desde Valencia a cubrir la Feria de Abril, comentaba entre risas que los aficionados siempre estaban dispuestos a pagar lo que fuese por hacerse con una de sus preciadas fotos, pensando que sería la última feria a la que asistiría y que por tanto su valor era mayor. Él, alcanzando ya la edad centenaria, se reía mientras continuaba trabajando 'Pobres, los voy a enterrar a todos', repetía entre risas. Ha fallecido a los 103 años pero su sonrisa y su afán por ofrecer lo que tenía, incluida su experiencia, permanecerán para siempre. DEP.