Iván Fandiño estaba ausente. Encerrado en el patio de cuadrillas, en aquella esquina. Las manos reposaban cruzadas, sobre ellas el capote de paseo. Tostado, una sombra recorría su cara. Azotado por el invierno: seco, escurrido, afilado, un acantilado de pómulos. Despegado del cuerpo dentro del gris plomo. Suelta la melena. La moneda giraba en el aire mientras fijaba la vista en la claridad. El revuelo de las tres cuadrillas, las cámaras de fotos a su alrededor, todo ese movimiento creaba más vacío. Pisaba un lugar desconocido. Era la primavera de 2015. Arrancaba la temporada en Madrid: la apuesta de matar en solitario en Las Ventas seis toros de diferentes encastes mantenía en vilo al toreo. Fuera esperaban 24.000 personas sedientas, una fiesta sobre el acontecimiento. Fandiño, encerrado, tragaba toneladas de presión. El momento de su carrera desplegado delante como un mapa. Lo dobló al caer el sexto toro, recogió sus cosas y se fue por donde vino: había fracasado. Vuelta a la brújula.
La búsqueda comenzó casi el mismo día en que nació: el 29 de septiembre de 1980 en Orduña, Bilbao. No era el mejor ambiente para crear un torero, sin afición en su familia. Iván Fandiño pasó los primeros años de juventud en los frontones. Era un buen pelotari cuando tomó la decisión de apuntarse a la escuela taurina de Bilbao. Aquello inició el peregrinaje, la remontada continua. De Bilbao viajó a Valencia. Allí escuchó un portazo. "No vale", le pegaron el cartel en la espalda cuando salió. Enorme, "pesaba 100 kilos", desahuciado, mantuvo la idea clarísima de ser figura, fija, casi inconsciente en ese momento.
Y llegó a Guadalajara. Había estado en Jerez probando suerte. En sus primeras tardes apareció en los carteles como El niño de la antigua. Una muesca más el paso por Andalucía. En los pueblos de la provincia manchega fue haciéndose en la interperie de la tauromaquia. A solas, de gache en gache, jugándosela por respirar bravo. Cada dosis, un paso. Un astronauta construyéndose su propia nave. Un día saltó de espontáneo a un capeo. Se quedó muy quieto. Lo vio un novillero retirado, un hombre de negocios de la zona, que se anunció como García Poveda. Néstor y él se conocieron para no separarse nunca. Al principio no fue todo fácil. Hubo un tanteo. Néstor lo probó. Fandiño tenía que pasar el fielato de acudir a entrenar todos los días de Orduña a Guadalajara, dieta estricta, "pollo y piña", entendido el toreo como un durísimo paraíso. En un bar lo cerraron definitivamente.
Néstor no lo veía claro. Abrió la puerta del local y algo se iluminó. Ya había tomado la decisión. Lo apoderaría.
-¿Quieres que te apodere, hacer lo que yo mande, tener una vida estricta y sin ninguna garantía de que pase algo?
-Claro, contestó Fandiño. Había alcanzado la primera meta.
Con el paso del tiempo se fundieron en una persona, una roca enorme que comenzó a girar. Fandiño tomó la alternativa, la dura ascensión a contracoriente. Enredado con David Mora por toda España en aquellos primeros tiempos de ambiente. Néstor y Fandiño era un tándem fuera del sistema, el matador se convirió en guerrero, avanzando posiciones a golpes. Los dos tenían la misma expresión, serios, sin niguna concesión. A veces parecía que el mundo giraba al revés que ellos. La austeridad hasta en el triunfo: lo celebraban con un McFlurry.
En Madrid, un instante congeló su biografía. Hace tres años, con una oreja en el esportón, perfilándose para entrar a matar, soltó la muleta. El carácter de fragua, los viajes, la soledad del principio, los tragos en la capeas, todo eso volcado en lo negro. La caída limpia sobre el lomo detrás de la espada puso en su mano el trofeo que le faltaba. Buscó la muerte vestido igual que cuando se tropezó con ella este sábado y abrió la Puerta Grande de Las Ventas: definitivamente, el último matador vasco, no lo había logrado en Bilbao, era torero de Madrid tras haber rozado el triunfo varias veces, sembrando con sangre.
Durante ese tiempo, fuera de los ruedos mantuvo la misma actitud que dentro. Quienes lo conocieron hablan de que sólo era la primera impresión. "Parecía frío y distante pero era una persona generosa. El carácter del norte, entregado. Muy bueno", le recuerdan. Patrocinó durante unos años al CITAR, el centro de alto rendimiento para novilleros. Los chavales entrenaban a escasos kilómetros de su casa, un chalé rojo, una mota en mitad de ese páramo frío. Se le podía ver con ellos jugando al frontón, aconsejándoles o toreando de salón. Un invierno apareció cargado de ropa. Era 10 de enero. Los jóvenes, la mayoría latinoamericanos, habían pasado la Navidad lejos de casa. Fandiño sacó todo sobre una mesa. Uno a uno pasaron por orden de antigüedad a recoger los regalos. Volvió otro día e hizo lo mismo con camisas, calzonas, botos, tirantes y chalecos. Todo un armario para torear. "Aquello fue Papa Noel, esto son los Reyes", les dijo.
Después del gesto en solitario de Madrid, a un paso de la gloria, de hacerse un hueco en la Historia, Fandiño contemporizó. El punto de inflexión rebajó la espuma ácida, el impulso desatado. Toreaba más templado, había cierto reposo. Algunos rumores sobre la posible separación con Néstor quedaban siempre sepultados. Bautizó hace nada a su hija. No pasó nada en sus dos últimas tardes de San Isidro. Voló a Francia, donde mantenía el cartel de los años en los que viajó rapidísimo en dirección contraria. Una corrida de Baltasar Ibán, astifina, aguardaba en Aire Sur L'Adour. Enredado en una chicuelina, aquel hombre que se desafió para ser torero, que puso un pie en el territorio de las figuras, duro, serio, cayó al suelo. Provechito, el toro de Juan del Álamo, le atravesó el costado aprisionándolo contra la arena, levántadolo desde el suelo, trazando desde el pulmón al riñón la trayectoria definitiva. El mapa voló. Una mueca de dolor quebró el aire. "Que se den prisa en llevarme al hospital porque me estoy muriendo", dijo camino de la enfermería.
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