Había oscurecido cuando apareció Pablo Aguado sosteniendo la muletita. Venía la tarde caliente por el suceso de Sevilla. La Puerta del Príncipe parecía ya lejana, como arrastrada por las corrientes heladas de Alcalá, tomada tres horas antes por el runrún, ese cuchicheo expectante que recorre algunos días. El sevillano traía las marcas de la guerra, perfilado, molido, por los pitones del sobrero malaje que escondía la corrida de Montalvo. Levitaba el silencio sobre el matador de toros, le respiraban en el cogote los miles que peregrinaron buscándole los vídeos a la realidad. Sólo su voz rompió el viento, paralizadas las rachas en los terrenos del 6. "Eje, toro". Aguado es un torero dron de las referencias clásicas, paracaídista de la memoria. Ponerse barroco para describir una faena así es una vulgaridad: toreó con la simpleza de lo eterno.
Los oles estuvieron a punto de acabar la reforma pendiente. Resquebrajaron Las Ventas, que se caía detrás de la cadencia de Aguado. La faena hizo equilibrio en la sutilidad. Hubo tandas muy cortas con muletazos extraordinarios, muerta la muleta en el hocico, elevado el toreo al natural en la reunión sobre la cintura. Orbitaba el toreo alrededor de los embroques, abierta una dimensión olvidada. Igual que la gavilla de derechazos. A los tres naturales le siguió un kikirikí que cantaron hasta los relojeros. Cuajaba la embestida a media altura, surgía sencillo, rotos los metrónomos. Apenas tengo notas: no se puede torear mejor en menos tiempo. La calidad decantada por la minería de los tiempos. Aguado recogió las perlas olvidadas de la tauromaquia. Y se hartó de pincharlo: crece la leyenda.
Esa faena dejó muy lejos la de Ginés a Cumplidor, el primer montalvo de la tarde, al que le costó humillar, tirar hacia delante, salir un poco de los vuelos. El pitón de fuera lamía el bordado. Las dos o tres primeras tandas resonaron en los tendidos. Encajado el matador, envolviendo la embestida con el empaque fresco. Hubo más intensidad al natural, firme Ginés, lo vaciaba tirando de cintura, lanzando al toro más allá de sus manías. El trazo bueno, transformando el buen corte en metralleta. No se entregaba Cumplidor pero había emoción: apostó por una embestida suelta. Nunca descolgó el colorao, que vendió al peso la oreja. Ginés entendió que había que golpear primero. Masticaba hierba con las bernadinas. La estocada fue buena. Hizo la suerte. El trofeo puso el listón terrenal de la tarde justo ahí, en los terrenos de lava.
Al tercer montalvo lo devolvieron cuando Aguado cogía ya la muleta. Salió un sobrero de Algarra descarado. La última oportunidad de su vida: cumplía en noviembre seis años. Un bicho parido por el corralón oscuro de Florito. En ese almacén de monstruos el olor de las personas se les queda pegado a las puntas. Como los presidiarios que cuentan los días mascando el pienso de la redención. Los Vázquez no se asomaron a los sobreros por la mañana. En una verónica avisó el gigante: había que esperarlo más. Emergió Aguado, doblado de dolor. Se había nublado la tarde, racheaba el aire, los focos daban al ruedo el color de un patíbulo. Aguado se abría con un derechazo muy despacio en la jungla de Madrid. Cojeaba el matador, metido en la pelea con las armas del corte oloroso, frágil. Qué templado todo ante la bestia pendenciera. La cal levantada por el viento daba a la escena un ambiente de western. El toro encontró al matador. Los pitones hurgaron el fajín. Vi a Aguado colgado. Se libró: al natural remolcó la edad del bicho. Buscando las cuerdas, Aguado lo mandó al otro barrio con dos bajonazos.
Nadie se dio cuenta del esfuerzo de Ginés ante el cuarto. El toro había sido protestado por el 7. La flojera los sacó de la cueva. Todo el aparato de propaganda, los pañuelos verdes, sus lazos amarillos. Chiflaban cada vez que le intuían una lesión. Ginés tenía que sacarse la embestida de alguna forma. Podido el toro, le llameaban los pitones. La faena viró hasta los chiqueros. No podía embarcarlo Ginés, volanderos los flecos. Pisaba arenas movedizas. El toro buscaba la carne. Lo mató a la segunda.
El sevillano aterrizó en Madrí restregándole un puñadito de verónicas a Luis David Adame. Rugió la plaza sin importar el borrón de la segunda. Nos tiramos detrás del lance. Qué oles. El mexicano apuraba el lujo de embestidas primero por verónicas desprendidas, luego por un galleo y “el quite del aire” (Morante), las lopecinas. Hasta hubo una porta gayola interrumpida. El bonito montalvo, negro, armónico, salió dejándolo tirado en la segunda raya, como aquella novia de Madrid a Cabeleira. Lo agarró Bernal en dos puyazos muy buenos, zarandeado el caballo. Los banderilleros le abrieron un balcón a la embestida. Luis David lo hizo del revés, apretando. Qué trallazos, un huracán que consumía a Enviado. Resbalaba mirando al matador, dándole pistas. Enviado quería los vuelos. Al natural sí lo hizo Adame, alcanzando momentos buenos. Era tarde. Le afearon la colocación. Las bernadinas no levantaron la losa. Ni siquiera el espadazo recibiendo. Las orejas se las cortó el carnicero.
A la tarde le pesó el camión cisterna de muletazos que descargó Adame sobre el quinto. La montaña de pases se veía desde Manuel Becerra. Un Everest construido con la paciencia del público. Sólo entenderíamos la condena cuando arrastraron al sexto.
FICHA DEL FESTEJO
Monumental de las Ventas. Quinta de abono. Sábado, 18 de mayo de 2018. Casi lleno. Toros de Montalvo, 1º exigente, 2º con calidad, peligroso el 3º bis sin entrega, flojeó el 4º orientado, 5º apagado, 6º no humilló.
Ginés Marín, de azul marino y oro. Buena estocada. Aviso (oreja). En el cuarto, pinchazo y espadazo algo atravesado. Aviso (silencio).
Luis David, de lila y oro. Buena estocada en la suerte de recibir (vuelta al ruedo). En el quinto, espadazo muy bajo (silencio).
Pablo Aguado, de blanco y oro. Media espada muy baja, bajonazo (silencio). En el sexto, espadazo que hace guardia, dos pinchazos (saludos en el tercio).