Durante años, en Balaídos se ha cantado eso de "fútbol de salón" como una marca de la casa; el juego entendido como un paseo entre alfombras, cuadros de alto valor, sofás y tresillos y un gran orejero en el que sentarse con batín y pipa a disfrutar de una amena pero profunda lectura filosófica. Café para los muy cafeteros, bandeja de delicatessen y un vino que se abre para las grandes ocasiones.
El fútbol de salón es heredero del EuroCelta, aquel que con Víctor Fernández asombraba en Europa y dejaba grandes titulares en periódicos de todo el continente. Un fútbol que, en aquellos años, dejó el poso del recuerdo, pero el casillero de títulos vacíos; el máximo premio, disputar competición europea todos los años pero sin disfrutar de Champions y rozar con los dedos una Copa del Rey que todavía hoy propios y extraños se preguntan cómo se pudo escapar.
Curioso resulta que la bandeja de delicatessen dejase paso a platos de plástico y comida más de andar por casa, que aunque sabrosa, solo tendría cabida si dejaba los estómagos lo suficientemente llenos. Fue Lotina con cinco defensas y una propuesta más ruda la que logró la clasificación para la máxima competición europea, aunque terminó derivando en una larga travesía por el desierto de la Segunda División.
Con Berizzo, se recuperó esa querencia por el juego de parqué que giraba en torno a esa fiel amiga, la pelota, a la que el mismísimo Di Stéfano le dedicaba su libro de memorias, Gracias, vieja. Aquel equipo enganchó a la afición también desde la palabra, desde frases que le decían al celtismo que la gloria llegaría y que mientras había que sentirse orgulloso de la camiseta celeste. De la boca de Berizzo nacieron frases que se podrían tatuar en el cuerpo del hincha, el golpear la puerta con tanta fuerza que seremos capaces de derribarla o esa camiseta que no es para los domingos, que es para toda la vida. Algún día aparecerán en las redes sociales asignadas a un Paulo Coelho o un Sir Bobby Charlton y se internacionalizarán.
Hoy, cantar fútbol de salón se hace cuesta arriba. No es esa la apuesta de Benítez; lo más cercano fue el fútbol vertical y de presión alta de Coudet, que igual que subió, se deshinchó poco a poco. No es que el Celta no tenga mimbres para jugarlo, es que parece que la urgencia ahora es otra: la de no sufrir, la de construir un proyecto sólido que algún día vea el pozo del descenso tan lejos que sea un mal recuerdo para todos.
Esa urgencia también lleva a apostar menos por la gente de la casa. Si hubo una alerta económica que llevó a la directiva y a Eusebio a apostar por la cantera como un "todo o nada", ahora parece que en la bonanza económica (al menos en las arcas de club) hace que el Fortuna, el antiguo Turista, ofrezca al peso futbolistas que no tienen cabida en el primer equipo. La tiene Iván Villar, casi por descarte, y en las convocatorias aparecen nombres que suenan cercanos, los Miguel, Sotelo o Carlos, aunque los minutos se desvíen hacia el exterior.
Se mantiene, como no, Iago Aspas, estandarte de todo, de casi todo, de tantas cosas que sigue haciéndose un mundo pensar en un Celta sin él. Su figura fue y ha sido la del Cid, la que sube al caballo de batalla aunque tenga media pierna, porque en ella atesora todo lo que le falta a miles de jugadores.
Decía Domingo Villar, celtista profundo, crítico y racional, en la última entrevista que tuve la suerte de hacerle que la cantera era la única capaz de enganchar a la gente de la calle, especialmente en un equipo que vive de sensaciones y de orgullos, más allá de los metales y vidrios que pueblen su museo, muchas veces hologramas de un pasado glorioso que no volverá. Ellos, los chicos de la casa, eran la apuesta del escritor para enraizar al club.
Falta que esa puerta que señalaba Berizzo la derriben los chicos de la casa, consigan que la apuesta tanto del técnico como del club sea la de invertir en futuro a través de ellos. Que la gloria llegue de sus pies y que, si no llega, que al menos luchen y sientan el escudo.
Con Benítez, aunque con momentos de buen fútbol, parece que el salón deja paso al cuarto de estar; a una tele más pequeña donde ver una película de después de comer; esa que te puede enganchar un día concreto, pero que es buena acompañante para la siesta, y que si te pierdes metraje por la somnolencia, pronto recuperas el hilo porque la trama ha avanzado poco, es demasiado evidente o, realmente, no ha pasado nada durante varios minutos.
En ese cuartito, con estufa caliente, se puede subsistir, y todos deseamos que sea el comienzo de una historia que termine convirtiendo un estudio de 45 metros cuadrados en un hogar luminoso y lleno de alegría, que albergue un salón tan grande que invite a jugar, a disfrutar e, incluso, a guardar en el recuerdo todo lo vivido.