Lo que hacemos en las sombras
La opacidad y el secreto en el que viven los árbitros de Primera División es similar a la de los vampiros, de los que sólo conocemos sus mordiscos, no sus razones
What We Do in the Shadows, traducida como Lo que hacemos en las sombras, es una película de 2014, convertida en serie cinco años después, que sigue las andanzas de varios vampiros en su día a día; más bien, en su noche a noche. El título, en este caso, es perfecto para hablar del colectivo arbitral.
En una época en la que la transparencia parece casi una obligación de cualquier colectivo, empresa o administración que se precie, aunque sea de cara a la galería, el de los árbitros es un mundo oscuro, secreto, de difícil acceso. Se han convertido en figuras sobreprotegidas, niños en burbujas sin castigo aparente.
En este caso, no hablo de aquellos que, por vocación o por locura, se lanzan al arbitraje en categorías inferiores, no profesionales, y sufren la ira, tanto física como verbal, de algún perturbado. Estos solo merecen respeto y casi una medalla al honor en la batalla por su valentía y su aguante. Ellas y ellos. En este caso, el foco se dirige a los profesionales, de los que conocemos algo tan simbólico como son sus dos apellidos, pero poco más.
Es curioso el fortín en el que se ha convertido el arbitraje, como si entre los muros de su castillo guardasen los mayores secretos de la puridad y la vida eterna. Ese castillo se llama Comité Técnico de Árbitros, que maneja a su interés a los soldados que defienden el fuerte.
Hace años, El Día Después logró convencer a Pajares Paz, árbitro extremeño, para que llevara un micrófono durante un partido y así poder acceder a todas las conversaciones que se producían dentro del campo. El experimento fue un éxito, el colegiado salió bien parado y los aficionados pudieron empatizar y acercarse a esa extraña figura, antes de negro, ahora multicolor. Era el año 1992. El experimento se quedó en eso, un experimento; una excepción a la regla y un triunfo para el histórico programa.
En plenos avances tecnológicos que llegan en tromba al fútbol, con el consabido VAR como punta del iceberg, el colectivo arbitral continúa oculto tras las sombras. No desvelan los audios de las conversaciones entre los que están en el campo y los que están en la sala rearbitrando o no determinadas jugadas, no dan entrevistas, no son perfiles públicos a los que poder allegarse para lograr entender qué vive y qué sufre en 90 minutos. Opacos y traslúcidos.
También es cierto que, cuando hablan, sube el pan. Desde Medina Cantalejo, el presidente de todos ellos, que se expone ante los medios armado de pecho hinchado y actitud de pistolero, defendiendo a capa y espada a su doncella y acariciando el lomo de sus mascotas, hasta Hernández Hernández, el que canceló su decisión de pitar penalti en el último minuto a favor del Celta ante el Sevilla, que confesó, seguramente sin darse cuenta, que se había saltado las reglas para aplicar lo que él consideraba que era correcto.
Vamos, que no diferencian la ley de la equidad, la norma rígida que cumplen a rajatabla y defienden cuando conviene de ese principio ético normativo asociado a la idea de justicia. Y eso es un problema, especialmente porque, como vampiros, salen en medio de la noche, lanzan su mordisco y regresan a dormitar a su ataúd. No dejan profundizar en su falta o no de conocimientos, en su acierto o equivocación, en su derrota o victoria. Lanzan, pero no recogen.
Hacen y deshacen entre las sombras, agazapados del ojo público y esquivando preguntas incómodas. ¿Cómo podemos empatizar con ellos? ¿Cómo podemos admitir que se equivocan sin maldad si no conocemos ni el tono de su voz? No hay respuesta. Tampoco la encontraremos en What We Do in the Shadows, pero al menos merece la pena verla.