Para mí, la Plaza de América es algo más que una localización de Vigo; más que el sitio donde el Celta celebra sus alegrías, cada vez más escasas y cada vez menos probables, y más que un centro neurálgico que funciona como epicentro de uno de los "centros" de la ciudad.
La Plaza de América es donde vivía mi abuela Amparo. Concretamente en el cuarto piso del número 188, sin ascensor y de renta antigua. Las escaleras, de madera añeja, se habían convertido en un imposible para ella en los últimos años, y en un Everest para nosotros cuando íbamos a visitarla.
Llevaba toda la vida en Vigo, aunque había nacido en Valladolid y vivido en Madrid. Esa fue nuestra conexión durante mis años de exilio. "¿Cómo está mi Madrid?", me preguntaba con acento castellano cuando nos veíamos. Su Madrid era, concretamente, la zona del Retiro, donde estaba el piso familiar y en el que, me contaba, luchaban contra el calor colgando sábanas mojadas en el pasillo que recorrían todas las hermanas.
A veces, me sonaba el teléfono y en la pantalla aparecía un 986. Nunca guardé su número, no me hacía falta, lo tenía grabado en mi memoria desde siempre. "¿Qué ha pasado hoy con el Celta?", me preguntaba casi sin darme tiempo a saludar.
Me llamaba porque veía movimiento en la Plaza de América, a la que daba el balcón de ese cuarto piso sin ascensor y a la que se asomaba siempre para ver cómo respiraba su barrio desde las alturas. Pasaban los Vitrasa, alguna manifestación o el trajín del ir y venir de los vecinos, poco más. Pero aquello le daba aire, le decía que la ciudad estaba viva y la acompañaba en esa soledad forzada en la que mi abuelo la había dejado hace ahora 31 años.
A veces no pasaba nada; otras, era el reguero de regreso desde Balaídos, del que formé yo parte en cientos de ocasiones. Volvía caminando y subía los cuatro pisos a pie para encontrarme con mi madre para volver a casa. Cuando aún vivía mi abuelo, que nunca vibró con el fútbol, me preguntaba por cómo había quedado el Deportivo, como si la desgracia del rival pudiese adormecer la derrota propia. Era, claro, aquel Celta más hecho a empatar o a ganar de milagro que el posterior de Víctor Fernández.
"El Celta ha empatado, gol de Gudelj", comentaba yo. "Ya, ¿y el Deportivo?", repetía expectante mi abuelo, de pelo frondoso y rizo, bigote y unas patillas que siempre envidié. "Ganaron", respondía. Su reacción era un chasquido con la boca, signo de fastidio.
Después del partido de Copa contra la Real Sociedad, con el pesimismo y la decepción en el cuerpo y después de alargar la salida del campo, volví andando a casa. Era una misión casi más imposible que subir los cuatro pisos sin ascensor del 188 de Gran Vía; ahora vivo en la otra punta de la ciudad, en donde García Barbón casi pierde su nombre.
Como uno más de la serpiente celeste que hace camino de vuelta a sus casas al final de los partidos, llegué a la Plaza de América. En el cruce de Gran Vía, alcé la vista hacia el cuarto piso del 188, ahora con las luces apagadas. Nadie se asomaba al balcón. El teléfono no sonó. Sólo se oía el motor de los coches y las motos, y de esos taxis que no eran para mí.
"Hoy el Celta ha perdido", dije entre dientes. "No hemos jugado a nada. Dile al abuelo que el Deportivo ganó el finde".