Hace apenas unos días, nos llegaban alarmantes noticias sobre el incremento de la pobreza, algo de lo cual se habla menos de lo que se debiera.
Porque la podemos tener mucho más cerca de lo que pensamos. Cada vez que alguien se refiere a este tema, me acuerdo de algo que hemos vivido muchas de las niñas y niños de una época, quienes vivimos nuestra infancia cabalgada entre el tardofranquismo y la Transición, con la religión católica pegada a nuestra piel y a nuestros uniformes colegiales.
Me refiero a aquellas huchas del Domund con las que, si nos habíamos portado bien, nos dejaban salir a postular, es decir, a pedir para esos niños pobres de los que nos hablaban como si se tratara de seres de otra galaxia.
La verdad es que solo recordar la forma de aquellas huchas me da repelús. La cabeza de un niño chino, negro o indio, con todos sus estereotipos: su gorro triangular y su trenza, en el primero, el cabello ensortijado y los labios gruesos y de un rojo agresivo en el segundo, y el penacho de plumas el tercero.
No había cabezas femeninas, por supuesto, que las niñas parece que no contábamos ni para ser pobres. Cada cual teníamos nuestras preferidas y, si no nos tocaba ese año, esperábamos mejor suerte el siguiente, aunque la hucha fuera deteriorándose conforme pasaba el tiempo.
Cogíamos aquellas huchas llenas de buenas intenciones sin plantearnos siquiera qué pensarían los niños chinos, o los indios, o los negros, si se vieran así representados. Pero era lo que había.
Pedíamos, según nos decían, para los niños pobres, porque para ser pobre había que vivir muy lejos, y no solo en sentido geográfico. Jamás me planteé, por aquel entonces, que hubiera más pobreza que esa, que la televisión nos servía de vez en cuando en forma de imágenes de críos de ojos espantados y vientre hinchados con la advertencia, eso sí, de que aquello podía dañar la sensibilidad del telespectador.
Pero yo maduré, y maduró también nuestro mundo, y salió a trompicones de un infantilismo disfrazado de bienestar. Descubrí que aquellas huchas, lejos de ser simpáticas, resultaban ofensivas y humillantes, como ofensiva y humillante era la caridad que propugnaban, consistente en dar solo las sobras.
El mundo empezó a hablar de solidaridad y humanidad en lugar de beneficencia y obras de caridad y entonces supimos que lo importante era quién recibía y no quién daba.
Pero aún faltaba un poco para saber que la pobreza estaba mucho más cerca de lo que pensamos y, desde luego, de lo que nos quisieron hacer creer.
Ahora sabemos que la pobreza no es un estigma con el que nacen algunas personas, sino que es un estado al que puede llegar cualquiera, si la vida le reparte malas cartas y pierde la partida. Por eso hay gente que duerme en la calle y por eso, también, hay tantas personas jugándoselo todo por salir de países donde no tiene futuro.
Pero lo que, con todo, resulta difícil de comprender, es algo que cada día es más frecuente. Que haya personas que son pobres aun teniendo trabajo, porque con lo que ganan no les da para salir del doloroso umbral de la pobreza.
Porque, hasta hace bien poco, de la pobreza se salía con un puesto de trabajo y viceversa, pero ahora las cosas han cambiado, y hay trabajos que no dan para vivir, aunque se viva sin dejar de trabajar. Y eso es terrible.
Vivimos en un mundo donde mirar hacia otro lado se ha convertido en deporte olímpico, merecedor, además de las más brillantes medallas. Se exalta la imagen y se cultiva la apariencia por encima del talento, el golpe de suerte por encima del esfuerzo, pero la verdad está ahí, tozuda, enseñándonos que nuestro castillo de naipes puede caerse en cualquier momento y dejarnos sin nada.
Ser pobre es algo que nos puede tocar a cualquiera. Y por eso, quienes no lo somos no podemos ignorar esta realidad, no podemos permanecer de brazos cruzados.
No es cuestión de sacar de nuevo a la calle aquellas horribles huchas del Domund, sino de despertar una solidaridad demasiado tiempo dormida. Mañana podría ser ya tarde.