Hace dos años y medio que los talibanes accedieron al poder en Afganistán. En aquel mes de agosto de 2021, no pasaba un día sin que los informativos mostraran imágenes del horror que se estaba viviendo en aquel país, especialmente por las mujeres, a pesar de las promesas, tan débiles como poco convincentes, de que no se vulnerarían sus derechos.
Poco a poco, como ocurre siempre, lo que sucedía en el país fue perdiendo actualidad y con ello interés informativo, y muy pronto la terrible situación de las mujeres afganas fue olvidándose, como se olvidan esas cosas contra las que no se quiere o no se pude luchar. Y, mientras en el resto del mundo las olvidábamos, ellas iban perdiendo derechos día tras día, hora tras hora, hasta quedarse prácticamente sin ninguno.
Se les privó del derecho a estudiar, primero en secundaria y luego en la Universidad, asegurándose así que no haya nuevas generaciones de mujeres formadas; después se les cerraron las puertas del mundo laboral; a continuación se les privó del derecho al ocio, clausurando peluquerías y salones de belleza, el único espacio de esparcimiento que les quedaba; también se les cercenó el derecho a la salud, con la paradoja de que solo pueden ser asistidas por doctoras a las que, a la vez, se les impide trabajar; finalmente, se las dejó desprotegidas ante cualquier ataque por violencia doméstica o de género que puedan sufrir, al abolir todas las medidas que existían para ayudarlas.
Si a todo lo anterior unimos la invisibilización total de las mujeres, confinadas en sus casas y con su imagen anulada bajo un asfixiante burka, tenemos un panorama escalofriante.
Una situación que ha merecido la denominación de "apartheid de género" por el propio relator de la ONU. Y no es para menos. Afganistán es el último de los países del mundo en cuanto a derechos de las mujeres.
Me acordaba de todo esto cuando hace poco leía una noticia que me revolvía las entrañas. Decía que a las mujeres que denunciaban violencia de género en Afganistán se las protegía metiéndolas en prisión, en el caso de que no tuvieran ningún pariente varón que se hiciera cargo de ellas.
Se cerraron todos los centros que existían para proteger a estas mujeres por considerarlos innecesarios y, a renglón seguido, se arbitró esta solución, por llamarla de algún modo.
Así, una no sabe qué es peor, si el remedio o la enfermedad. Porque, aunque yo no sepa mucho de las cárceles afganas, estoy segura de que lo último que son es un reducto de paz y comprensión para estas mujeres.
De modo que el mensaje es claro: si se sufre violencia machista en Afganistán no se puede hacer otra cosa que aguantarse, porque denunciar es todavía peor. Es la víctima y no el maltratador quine acabará entre rejas. Tremendo.
Por más que me esfuerce, me resulta imposible ponerme en la piel de estas mujeres, privadas absolutamente de todo. Pero tal vez lo peor, si me viera en su lugar, sería comprobar lo pronto que han sido olvidadas, la resignación -por no llamarla indiferencia- del mundo entero respecto al horror que viven cada día. Un horror que no tiene visos de desparecer, ni siquiera de mejorar. Un horror que, además, si nadie le pone fin, se va a transmitir de generación en generación de mujeres.
En realidad, lo único que nos diferencia de todas esas mujeres privadas de todo es haber tenido la fortuna de nacer en el lugar que hemos nacido y no en el que nacieron ellas.
Son muchos los kilómetros de distancia, pero es todavía mayor la distancia entre los derechos de unas y la falta de derechos de otras. Y eso nos debería instar a no callarnos, a no olvidarlas, a no resignarnos a que esto sea así, como si no se pudiera hacer nada. Porque nuestro silencio apuntala la cárcel en la que se ha convertido su día a día.