El último y sorprendente cambio de testimonio del que tenía que ser el principal testigo de las acusaciones en el caso Taula, que se enjuicia estos días por la Audiencia Provincial de Valencia, debería hacernos reflexionar -en especial a la Fiscalía Anticorrupción- de la importancia que se le otorga a la prueba de testigos, en especial cuando este medio de prueba lo constituyen supuestos arrepentidos, delatores o, como los denomina ahora la legislación más eufemísticamente, informantes, como traducción libre del término whistleblower del que proviene la actual regulación.
Desconocía la existencia de Gordillo hasta que leí sus declaraciones ante la Guardia Civil, ratificadas en sede judicial, en el marco de la investigación del caso Taula en el que intervine profesionalmente.
En aquel entonces, este testigo declaró que Alfonso Grau, exvicealcalde de Valencia, le había entregado una elevadísima suma de dinero en efectivo, y él se había dedicado a ir pagando facturas correspondientes a la campaña electoral del PP de la ciudad de Valencia de proveedor en proveedor.
Unas manifestaciones ciertamente sorprendentes, porque la consecuencia jurídica de las mismas debiera haber supuesto incorporar al testigo como investigado del propio delito en calidad, al menos, de cooperador necesario.
Transcurrieron los años de instrucción, más de los soportables, plagados de filtraciones siempre perjudiciales para los más de cincuenta investigados, y Gordillo seguía gozando de esa condición de testigo, sin que el Ministerio Fiscal ni el Instructor lo investigaran.
Afortunadamente, para mi cliente y para la inmensa mayoría de investigados, la Audiencia Provincial de Valencia acogió las tesis de las defensas y acabó sobreseyendo la investigación, manteniendo exclusivamente abierto el procedimiento para cuatro de los investigados y por unos hechos en gran medida sustentados en el testimonio de Gordillo.
Las acusaciones sostuvieron la acción en un whistleblower, un chivato, un soplón, un delator, en definitiva. Y la debilidad de este tipo de prueba les ha devuelto a una realidad sonrojante: la prueba de testigos -ya de por sí complicada- no puede, no debe servir de único o principal soporte para acreditar delitos complejos como la malversación o la prevaricación. Pero es que además en este caso no hacía falta recurrir a la psicología del testimonio, porque el testigo resulta ser un delator, cuyas motivaciones desconocemos.
Cuando ahora Gordillo exculpa al señor Grau y cambia radicalmente su inicial declaración ¿tiene menos credibilidad para las acusaciones que cuando lo acusaba? Porque ante dos declaraciones prestadas por la misma persona -ambas igual de rocambolescas, por cierto- los que quedan en entredicho son quienes las hayan creído, antes o ahora, ya que, en mi humilde opinión, ni lo declarado en su día era cierto, ni muy probablemente la fabulosa historia que Gordillo contó a la Audiencia Provincial haya sucedido más allá de su propia imaginación.
Lo que pase a partir de ahora es obviamente decisión de la Audiencia, pero nos deja una lección que deberíamos aprender cuando nos encontramos ante una investigación criminal: cuidado con los whistleblowers, figura incorporada en nuestro Derecho a través de la legislación comunitaria, sin duda heredada del mundo anglosajón y sus reglas morales.
Allí un delator posiblemente asume su denuncia como un servicio a la comunidad; aquí, en el Mediterráneo, somos indulgentes con el infractor, por eso si lo delatamos, lo hacemos por venganza o por malicia y, si bien eso no resta necesariamente veracidad al testimonio, puede alterar notablemente la narración de los acontecimientos, hasta cambiarlos por completo, como ha sucedido con Gordillo cuyos afectos y desafectos a los acusados han debido ir mutando al ritmo de sus declaraciones, al que creyeron en su día porque quisieron creerlo y cuyo nuevo testimonio deja en evidencia la endeble construcción acusatoria con la que se acudió al juicio.
Ignacio de Guzmán es abogado del despacho Sánchez de Moutas & Guzmán