No hace mucho tiempo, cuando se hablaba de las celebraciones del Día del Orgullo, siempre había alguien que se empeñaba en transmitir el mensaje de que tal conmemoración ya no era necesaria, porque ya no hacía falta la reivindicación de los derechos del colectivo y este día se había convertido en una fiesta más, vacía de ese contenido por el que nació.

Confieso que en algún momento yo también llegué a pensarlo. Es cierto que se ha avanzado un mundo desde los tiempos de la aplicación de la ley de vagos y maleantes a homosexuales y la punición penal de sus actos, pero todavía queda trabajo por hacer. Y más de lo que mucha gente piensa.

No cabe duda de que nuestras leyes reconocen derechos a todas las personas cualquiera que sea su orientación o su identidad sexual, y eso no solo es bueno, sino que podríamos decir que es, incluso, fantástico.

Pero lo que no es tan fantástico es comprobar que la realidad no hace juego con ese ordenamiento jurídico tan igualitario, y que la discriminación por motivo de orientación sexual y los insultos homófobos están a la orden del día. No hay más que echar un vistazo a lo que ha denunciado públicamente el campeón de natación artística para comprobarlo.

No nos engañemos. Mientras términos como 'maricón' sigan siendo usados como insulto, queda mucho por hacer. Mientras haya gente que siga considerando graciosos los chistes homófobos, no podemos echar las campanas al vuelo. Y mientras se burlen de niños y niñas que practican deportes que el estereotipo atribuye al sexo opuesto, tendremos que seguir alerta, porque el peligro acecha.

Intolerante suelto

Así que, además de celebrar, hay que reflexionar. Las leyes son fruto del poder legislativo, que votamos toda la ciudadanía.

Y si en la sociedad siguen produciéndose casos flagrantes de discriminación del colectivo LGTBI es porque todavía hay mucho intolerante suelto, y corremos el riesgo de que esos intolerantes, con sus votos, acaben eligiendo un Parlamento que pueda cambiar esas leyes que tanto esfuerzo costó que se promulgaran.

Las leyes, por buenas que sean, siempre pueden ser derogadas o cambiadas. No caigamos en el error de creer que son invariables.

Por eso no podemos bajar la guardia. Celebrar está bien. Conmemorar, también, desde luego. Pero, mientras una sola persona siga sintiéndose discriminada por no responder al cliché heterosexual que durante tanto tiempo fue lo único admisible, hay que seguir reivindicando. Y hay que sentirse, además, orgulloso y orgullosa de hacerlo.

Ojalá llegue un momento en que, efectivamente, no sea necesario que haya un día de reivindicación de los derechos de las personas LGTBIQ+. De la misma manera que sería deseable que no fueran necesarios días temáticos como los dedicados a la eliminación de la violencia sobre la mujer, a luchar contra la trata de personas o a homenajear a las víctimas de los crímenes de odio, por poner algún ejemplo. Pero siguen siendo precisos. Por desgracia. Y mientras así sea, ahí debemos estar.

Recordemos siempre que se trata de algo tan sencillo y tan complejo a la vez como la igualdad. Y que, cuando de igualdad se trata, todo lo que no sea avanzar es retroceder. Y eso no podemos permitírnoslo. Y, además, debemos sentir orgullo por no permitirlo.

¿Quién se apunta a ese orgullo?