Cuando se es víctima de un delito, lo normal es que se denuncie de inmediato. Que llame a la Policía, acuda a la Guardia Civil, vaya al Juzgado de Guardia o lo ponga en conocimiento de quien proceda de la manera que pueda. Eso es lo que ocurre cuando a alguien le atracan, le estafan, le dan una paliza o le atropellan.
Es lo que parece razonable, que se pretenda que el culpable cumpla su castigo y que las cosas vuelvan, en la medida de lo posible, al lugar donde se encontraban antes de que el delito se cometiera, sea restituyendo lo sustraído o indemnizando por las lesiones.
Sin embargo, no siempre ocurre eso. En determinados delitos, se invierten los términos y es mucho más habitual que las víctimas callen a que hablen. ¿Y en qué casos sucede eso? Pues, esencialmente, en tres, según mi experiencia: los delitos sexuales, la violencia de género y los delitos de odio. Y deberíamos preguntarnos por qué.
En los delitos sexuales las víctimas se lo piensan mucho antes de denunciar, si llegan a hacerlo. Y es que todavía no nos hemos sacudido de encima todas esas ideas preconcebidas que cuestionan a la víctima en lugar de apoyarla.
Es cierto que ya quedaron atrás sentencias como la del alfiler o la minifalda, pero también es cierto que aun flota en el aire ese tufillo rancio y peligroso por el que hay quien acusa a las víctimas de provocar al agresor. Algo impensable en otros delitos. ¿O acaso a alguien se le ocurre pensar que la víctima de un atraco iba provocando porque llevaba un bolso bien bonito y bien visible?
Pues eso, que el miedo a ser cuestionadas y hasta juzgadas les impide dar el paso de denunciar. Y esto es especialmente importante en los delitos sexuales, porque en España, estos delitos necesitan todavía de la denuncia para poderse perseguir: de la víctima, si se trata de personas mayores y capaces, y del Ministerio Fiscal si se trata de menores o personas vulnerables. Pero sin denuncia el hecho es impune, por grave que sea.
Por su parte, cuando hablamos de violencia de género en el sentido de nuestra ley integral, esto es, en el ámbito de la pareja o expareja, también se da ese temor a ser cuestionada, pero hay otros factores. La dependencia económica, la dependencia emocional y el miedo a posibles represalias en ella o en sus seres queridos son razones que, de modo único o conjunto, impiden que las mujeres rompan su silencio.
Y, a pesar de que en estos casos se puede proceder de oficio sin necesidad de denuncia, es difícil perseguir un delito si no se conoce su comisión o se carece de pruebas.
El tercer caso al que me refiero es el de los delitos de odio, esos delitos que se cometen teniendo por motivo la discriminación por diversas causas como la orientación sexual, la etnia, el género, la ideología o la religión, entre otras. Aquí el problema de la infradenuncia es todavía más grave que en la violencia machista.
Algunas de las razones, como el temor de las víctimas a ser cuestionadas, son las mismas, pero hay otras, como una gran desconfianza en las instituciones, y la enorme vulnerabilidad de algunos colectivos que prefieren seguir sufriendo estas conductas antes que salga a la luz su verdadera situación.
Lo que sí tienen en común los tres casos es que no podemos consentirlo. No podemos resignarnos a que el silencio siga siendo el mejor cómplice de los peores delitos, y mucho menos podemos convertirlo en nuestro modus vivendi.
Porque, mientras el mundo mira hacia otro lado, hay víctimas de agresiones sexuales, de violencia de género, de delitos de odio que necesitan ser escuchadas. Y tenemos que estar ahí prestando oídos y tendiendo manos. No cabe otra opción.