Seguro que cualquier persona que viva o haya vivido en Valencia ha oído alguna vez esta frase: "hasta aquí llegó la riada". Se ha convertido en un dicho consolidado que significa algo así como el "hasta aquí puedo leer" que consagró la llorada Mayra Gómez Kemp, o implica una fórmula de cierre de cualquier conversación del mismo tipo que "tal día hará un año", "más se perdió en Cuba", "esto es lo que hay" o "ahí lo dejo".

La referencia al punto hasta el que llegó la riada se ha quedado para siempre en el imaginario del pueblo valenciano, un pueblo que, en su mayor parte, ni vivimos ni podemos recordar la riada que dio lugar a la famosa frase, la riada de Valencia del 57.

No hace mucho tiempo, cuando ni siquiera era capaz de imaginar -ni yo no nadie- que estábamos a punto de padecer una riada cuyos efectos devastadores y cuyo número de víctimas superaría con mucho aquella de la que hablaban nuestros padres y abuelos como la máxima catástrofe posible, descubrí una placa con esa leyenda.

"Hasta aquí llegó la riada" en una inscripción en la plaza de Tetuán, en el exterior del propio edificio de Capitanía General. Señalaba una altura considerable, que no llega a la medida de una persona pero está cerca; y no es la única placa que mi ciudad dedica a aquel desastre. Son varios los lugares donde se inmortalizó el nivel al que llegaron las aguas, uno de los acontecimientos más terribles que se recordaban.

De pronto, eso de marcar el lugar donde llegó la riada es mucho más que una batallita de abueletes. Es una tragedia palpable en muchos hogares de nuestra tierra. Todo el mundo conoce a alguien que ha perdido su casa, su negocio, su coche, o, lo que es peor, la vida.

En todas partes se escuchan dramas humanos de dimensiones enormes y, quince días más tarde, todavía se buscan cadáveres de aquellos que se llevó el agua.

Pero hay algo peor. Quince días después de esta nueva y horrenda riada seguimos sin saber porque no se avisó a la gente antes de lo que se hizo, seguimos dando vueltas a la idea de que más de una vida podía haberse salvado y seguimos tragándonos nuestro dolor y nuestra impotencia.

Y, de repente, nos hemos encontrado con el fantasma de lo que ocurrió asomándose a nuestras ventanas y a nuestros teléfonos móviles. A las primeras, en forma de lluvia, de esa lluvia que no sabe llover en esta tierra, como decía Raimon.

A la segunda, en forma de alarma, una alarma casi idéntica de la que nos llegó el día D, cuando ya se estaba ahogando gente. Aunque esta vez, por fortuna, la cosa no era igual.

No sé si a partir de ahora se pintarán señales y se dejarán inscripciones que señalicen hasta donde llegó la riada. Lo que sí sé es que ya nadie oirá una referencia a la riada sin que se le pongan los pelos como escarpias y le salten las lágrimas recordando lo ocurrido. Esa frase ya no será como la de Mayra, ni como tantas otras. Porque el nivel al que ha llegado la riada lo recordaremos mucho tiempo.

Ahora ya solo queda esperar que todo esto se convierta en un mal recuerdo. Que no se repita y que se pongan los medios suficientes para que la gente que lo ha perdido todo pueda salir adelante. Lo importante es que, por lo menos, hayamos aprendido algo. Aunque, visto lo visto, no sé no sé. Ya me gustaría.