Más explosiva por su gente que por los humores del Etna, la patria chica de Don Vito encierra tanta monumentalidad y talento que puede dejar cualquier cosa, menos indiferente.
Se podrá renegar del caos medio moruno de sus ciudades, pero no habría forma de entenderlas sin él. Pueden desquiciar los sicilianos al volante, para quienes un stop no es más una opinión administrativa, pero conduciendo por sus carreteritas rurales también se aprende lo suyo de cómo funcionan las cosas en esta isla que la bota italiana parece a punto de lanzar por los aires de una patada.
Hay quien elige una base –a menudo la aristocrática Taormina– y apenas se aleja de sus playas y del coquetísimo cogollo de esta niña bien siciliana para emprender de cuando en cuando una excursión por los alrededores.
La isla, para muchos la más despampanante de todo el Mediterráneo, se merece sin embargo que se le dé una buena vuelta. La cosa llevará como mínimo una semana y, gracias a las lowcost que la unen con España, no saldrá más caro comprar el billete de ida a, por ejemplo, Catania, y el de vuelta desde Palermo o Trapani.
Arrancamos pues. Abróchate el cinturón, que vienen curvas.
Vale que el navegador lo pone ahora más fácil, pero si se prefiere ir a pelo –es decir, pertrechado de un mapa de los de toda la vida–, nada más recoger el coche en el aeropuerto el desconcierto no se hace esperar.
Ya en las primeras rotondas asomará uno de esos dilemas a los que acabará acostumbrándose tras unos días al volante por Sicilia. Y es que puede que no haya cartel alguno que indique hacia dónde tirar, o puede que haya tantos, y tan apiñados, que será fácil darle varias vueltas al ruedo cual torero en tarde de gloria hasta que el copiloto se centre y acierte a dar con la dirección correcta.
Porque el que conduce ya tiene de sobra con vigilar al abuelito que circula a dos por hora o al macarra que, con la carrocería llena de bollos, le va achuchando por detrás; inconfundible desde el retrovisor por sus inmensas gafas de sol y el codo apoyado chulescamente en la ventanilla.
Una vez en Catania lo único sensato será dejar el coche a buen recaudo y dedicarle el resto del día a la Piazza del Duomo, al hilván de iglesias que concentra la Via Crociferi y a los callejeos entre las fachadas cenicientas de esta injustamente desconocida ciudad fundada por los griegos y renacida más de media docena de veces tras las erupciones del Etna.
El "volcán bueno", como le dicen sus vecinos a pesar de habérselo tragado tantas veces a lo largo de su historia, mejor visitarlo a la mañana siguiente. Por la tarde puede que las nubes taponen su cima y no alcance a verse gran cosa entre sus paisajes lunares de campos de lava y fumarolas.
Como colofón de este segundo día, Taormina, a tiro de piedra de Catania, no podría ser más distinta. Descubierta por Goethe y favorita de románticos, ricos y/o famosos, es igualmente muy monumental, pero tan refinada y coqueta que los turistas llegan a ser una plaga sobre todo en verano, cuando auténticas riadas humanas deambulan de sus playas a sus terrazas y de su entramado de palacetes góticos a su teatro, primero griego y después romano.
Deshaciendo lo andado rumbo al sur, la siguiente parada imprescindible será la, de nuevo griega, Siracusa, con otro fenomenal casco viejo al que un día se le quedará justo, y las desproporcionadamente monumentales villas del Valle de Noto.
Entre ellas, Modica, Noto y, sobre todo, Ragusa Ibla, con su alucinante repertorio de cúpulas y palacios encajonados sobre su trazado medieval.
Hacia el este, más herencia griega en la barbaridad de templos de Agrigento y Selinunte y, si no alcanzara el tiempo para llegar hasta otras delicias como Erice o Cefalù, habría por fin que enfilar hacia el festín de Palermo atravesando un interior de olivos y cereal por pueblos de nombres tan cinematográficos como Corleone o Prizzi.
Sobre un amplísimo golfo –¡qué apropiado para la más canalla de las ciudades italianas con permiso de Nápoles!–, Palermo no admite término medio. O se odia o se ama con locura. De ser éste el caso, un par de días se quedarían otra vez cortos para empaparse de su bendito caos.
Sus mil y una iglesias –la Martorana, la Cappella Palatina, San Cataldo…– darían para enamorar al ateo más recalcitrante. Pero la capital siciliana, surrealista como ninguna, llega aún más al corazón por el ejército de personajes imposibles que salen al paso a poco que uno les sepa entrar; por sus mercados con aire de zoco en los que, sobre el griterío y la mugre, gravita cual aparición un campanario barroco, y por sus viejísimos barrios, en los que sobreviven talleres y oficios cada vez más raros de ver en la cada vez más pulcra y globalizada Europa.
Guía práctica
Cómo llegar: Vuelos directos de Madrid a Catania con Norgewian (http://www.norwegian.com/es/) y Ryanair (www.ryanair.com), y a Palermo también con esta última compañía. De Barcelona a ambas ciudades con Vueling (http://www.vueling.com), y de Girona a Trapani, de nuevo con Ryanair. En ocasiones cada trayecto apenas supera los 50 euros.
Cómo moverse: Lo mejor, en coche de alquiler. A partir de unos de 120 € la semana, e incluso menos ciertas temporadas, a través de comparadores como RentalCars (http://www.rentalcars.com), con un suplemento de unos 50 euros si se recoge el vehículo en el aeropuerto de Catania y se devuelve en el de Palermo.
Mejor época: El otoño y la primavera. En verano, a pesar de ser la época en la que recibe más visitantes, la isla es un horno. El invierno añade el aliciente de poder esquiar en las laderas del Etna.
Dónde dormir: Abundante oferta para todos los presupuestos: desde el famoso Rifugio Sapienza para dormir a buen precio a los pies del Etna, hasta agroturismos encantadores como Borgo San Nicolao. O, elegantísimos, el Grand Hotel San Pietro y el Grand Hotel Timeo, ambos en Taormina; o el Grand Hotel et Des Palmes de Palermo.
Gastronomía: En pocos lugares se come tan bien, y tan barato, como en Sicilia. Imprescindible probar la pasta con le sarde (sardinas) o los involtini alla palermitana, los spaghetti alla Norma o las arancini, una especie de croquetas de arroz con todo tipo de rellenos, así como sus estupendos pescados o guisos de carne como el farsu magru. Para acompañarlos, el particularísimo vino del Etna y los calóricos postres que se gasta la isla, como la cassata o los cannoli.
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