La noche del 28 de marzo de 2003, en medio de una gran fiesta, se inauguraba el Museu de Fogueres. Además de tomar el relevo de aquellas limitadas instalaciones que estuvieron durante doce años en el Pabellón de Ingenieros del Castillo de Santa Bárbara, y que se clausuraron de manera oscura en septiembre de 1993, las actuales dependencias hicieron justicia a la principal Fiesta alicantina.
Fue una iniciativa marcada por el entonces alcalde, Luís Díaz Alperi, acogida con entusiasmo por su concejal de Fiestas, Andrés Llorens, y que, como ejecutor del mismo, me proporcionó uno de los mayores placeres de mi vida. Recuerdo como en el momento de su apertura, el museo contó en la singularidad de su estructura con un beneplácito generalizado, alentado además por su privilegiado emplazamiento en la Rambla.
Sin embargo, han pasado dos décadas y, con ellas, cuarenta ninots indultats, al margen de una amplia galería de imágenes y elementos representativos de este largo periodo. Pero, junto a ello, por un lado, este espacio de tiempo ha permitido la recuperación de elementos significativos del pasado más lejano de una celebración encaminada a su primer centenario.
En los últimos años, con tanta buena voluntad como a mi juicio escaso acierto, se han reformado e intentado actualizar parte de sus contenidos, logrando ante todo desvirtuar la configuración inicial de su diseño. Lo cierto es que se va acentuando algo cada vez más evidente; las actuales instalaciones se han quedado pequeñas -nunca obsoletas-.
Su ya destacada céntrica ubicación y lo valioso de sus dependencias, son un baluarte ante el que no podemos renunciar. Pero ante la disyuntiva antes señalada ¿Cómo dirimir el futuro de esta exposición permanente de nuestro pasado?
A mi juicio, la solución pasa necesariamente por la puesta en marcha de una sede complementaria. Otras instalaciones que prolonguen las actuales como escaparate permanente de les Fogueres, y que al mismo tiempo alberguen la suficiente previsión para incorporar indultos y elementos futuros, así como recuperar objetos restaurados en los últimos años, de grandes dimensiones, que actualmente no se pueden exponer.
No me cabe duda que, entre las enormes salas del complejo de Las Cigarreras se encuentran naves diáfanas, de altura considerable y fácil adaptación, que supondrían un lugar ideal para albergar, debidamente diseñadas y catalogadas, aquellas figuras y elementos que, por falta de espacio, se encuentran almacenadas.
Elementos entre los que se encuentran, por ejemplo, la enorme ‘lástima’ pintada por Gastón Castelló, y plantada en una de las torres laterales de la foguera de Pérez Galdós de 1944. O uno de los enormes abanicos modelados y pintados por Antonio Hernández Gallego, ubicados en la foguera de la Rambla de 1950 y, al igual que la anterior, también salvada del fuego. Estamos hablando de objetos de enorme interés artístico e historiográfico, que hasta la fecha jamás han podido ser exhibidos públicamente.
Junto a este acopio de material, nuevas técnicas expositivas basadas en la digitalización pueden permitir una actualización museística, en un momento crucial. Por una parte, ante la necesidad casi imperiosa de localizar un emplazamiento complementario, y al mismo tiempo ofrecer el destino adecuado a un complejo con enormes posibilidades de índole cultural, en el que reservar un espacio para prolongar nuestro patrimonio foguerer, sería del todo punto providencial. Aún estamos a tiempo de jugar esta carambola a dos bandas.