En estas fechas, cuando aún la sociedad española permanece conmocionada por la catástrofe generada por las inundaciones que ha afectado a buena parte de nuestro territorio y que ha causado miles de víctimas, resulta difícil abordar cualquier otra cuestión.
No obstante, sobreponiéndonos al dolor y manteniendo la solidaridad y ayuda a nuestros conciudadanos, habremos de seguir adelante y, en todo caso, adoptar para el futuro las medidas necesarias para evitar las lamentables consecuencias de catástrofes similares.
El pasado 30 de octubre, día en el que estábamos comprobando la dimensión de la tragedia, estaban convocadas sesiones en las Cámaras parlamentarias de España. La sesión del Senado, que fue suspendida, tenía previsto debatir el proyecto de Ley Orgánica del Derecho de Defensa, texto procedente del Congreso de los Diputados. Esta suspensión suponía la aprobación del texto remitido por éste dada la finalización del plazo reglamentario. Por ello, en unas fechas se publicará esta Ley para su entrada en vigor.
Los tristes acontecimientos mencionados han soslayado la trascendencia de esta norma legal, cosa lógica por otro lado pues nuestra atención y nuestro sentimiento estaban embargados por el dolor.
Traigo a colación esta nueva ley pues, con independencia de la importancia intrínseca de la misma, no dejo de relacionarla con las penosas consecuencias de la DANA. Así, publicar normas sirve de poco si no se habilitan los medios necesarios y, sobre todo, si no se tiene voluntad de cumplirlas.
Nadie niega lo inusual y excepcional del azote meteorológico sufrido, lo cual podría explicar que ante este extraordinario suceso se generasen, en todo caso, cuantiosos daños de diversa índole. Pero todos sospechamos que se pudo hacer algo más.
En España contamos con una regulación que permite la detección y seguimiento de los fenómenos meteorológicos, así como con un instituto público destinado a ello. De la misma forma -y siendo consciente de que la previsión de los acontecimientos atmosféricos, hoy por hoy, no son infalibles- tenemos una normativa sobre las capacidades de las diversas Administraciones públicas para alertar a la población y tomar medidas, incluso drásticas, para controlar la seguridad colectiva. Existiendo capacidades concurrentes de unos y otros gobiernos territoriales (el del Estado y los de las Comunidades Autónomas), la comunicación y coordinación de estas Administraciones es fundamental y debe estar presidida por el único objetivo del bien común, y no por intereses partidistas o de otro orden. En tal sentido, la lealtad institucional es fundamental.
Añádase a lo anterior el uso -uso desordenado en muchas ocasiones- que en España estamos haciendo del suelo. Lo anterior no solo merece una revisión sino un control y una exigencia en el cumplimiento de las leyes reguladoras en esta materia. El diseño que hemos hecho de nuestro litoral, repleto de construcciones legales e ilegales, no puede mantenerse en este estado y menos en zonas de alta densidad poblacional. No es extraña la urbanización de los espacios fluviales de cauces y ramblas, circunstancia ésta que también se ha dado en la mayoría de los núcleos urbanos. En este aspecto, las competencias gubernativas recaen también en distintas administraciones, las cuales están llamadas a la misma exigencia de coordinación y acción concertada.
Y volviendo a la mencionada Ley Orgánica del Derecho de Defensa, habremos de esperar que la misma sea objeto no solo de un cumplimiento formal, sino que se aplique con sincera y responsable voluntad por parte de todos los sectores públicos implicados.
Esta ley, pionera en nuestro ámbito europeo, supone la concreción expresa de la protección de derechos constitucionales fundamentales del ciudadano ante la Justicia. No puede existir un Estado de derecho sin que se garantice la tutela judicial efectiva; y ésta no existe sin un derecho a la defensa.
La lectura del articulado de la norma, de poco más de veinte artículos, es sencilla y estimulante, relatando el abanico de los derechos que, en desarrollo del artículo 24 de la Constitución, se reconocen a todos. Entre estos muchos derechos se encuentra, cómo no, el de tener un proceso judicial sin dilaciones indebidas que, por cierto, ya venía expresado en el artículo mencionado de nuestra Carta Magna de 1978. No obstante lo anterior, cabe preguntarse qué medidas han adoptado los poderes públicos desde hace 46 años para hacer efectivo este derecho, así como procede preguntarse qué se está haciendo en la actualidad cuando vemos que se fijan juicios para dentro de dos, tres o más años vista.
No solo precisamos normas técnicamente correctas y adecuadas a la realidad; es necesario que se cumplan, especialmente por los Gobiernos.