A comienzos de este mes de noviembre, casi 1,4 millones de espectadores disfrutaron de la XXIII edición de la Fiesta del Cine. Este evento, organizado por la Federación de Distribuidores Cinematográficos (FEDICINE), la Federación de Cines de España (FECE) y el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA), pone a la audiencia en un lugar central del arte fílmico. A modo de agradecimiento, y durante cuatro días, las entradas se rebajan a 3,5 euros y podemos presenciar una imagen que, por desgracia, cada vez es más inusual: largas colas en los cines y una gran excitación por los últimos estrenos nacionales e internacionales.
Lo que más me interesa de este acontecimiento, que se repite todos los años, es su carácter festivo. De hecho, el concepto «fiesta» me parece muy apropiado por varias razones. En primer lugar, porque es necesario celebrar la colaboración de todas las personas que hacen posible que nos podamos entretener ante la gran pantalla y, al mismo tiempo, que los fieles espectadores sigan acudiendo de manera irreductible a las salas. En segundo término, porque el cine tiene un claro carácter festivo: a su condición de rito comunitario, ese que nos permite reír y llorar en la oscuridad con cientos de desconocidos, se le añade la habilidad inigualable de este medio para provocarnos emociones, permitir olvidarnos de nuestros problemas diarios e, incluso, soñar con un mundo distinto y mejor.
El cine nació, entre otras muchas razones, con ese gran propósito. Por supuesto, no podemos obviar la gran capacidad del medio fílmico para hacernos pensar, transmitir ideas, reivindicar injusticias y visibilizar realidades que quedan oscurecidas en el frenético y cruel ritmo diario. Sin embargo, en los últimos tiempos, las películas parecen estar excesivamente pendientes de sí mismas; proyectan unos mensajes y unos estereotipos autoexigidos desde la propia industria y fomentan un estilo contemplativo que subraya la necesidad de un espectador «concienciado», con una obligación de reeducarse socialmente.
Sin quitar ni un ápice de importancia a este planteamiento, considero, por el contrario, que quizás nos estemos olvidando de un rasgo nuclear del séptimo arte: el entretenimiento. El «cine de las emociones» es el más puro, aquel que golpea directamente al corazón y que remueve nuestros cimientos ideológicos más profundos. Y lo hace, fundamentalmente, porque tiene la capacidad de abstraernos de la realidad y nos zambulle en un mundo de «irrealidades», de ficciones, tal y como definiría Xabier Zubiri. Un lugar en el que el ser humano se proyecta a sí mismo y se reencuentra con su capacidad creadora, aquella que le hace libre, tanto si es cineasta como si es espectador.
Algunos pensarán que esta reflexión no hace sino elogiar al «cine de evasión», y que el entretenimiento no ofrece más que una salida hacia la desafección sobre los problemas «reales» de la sociedad. Yo, por el contrario, pienso que la risa, por poner un ejemplo de emoción generada por el cine, es la ventana más abierta a la realidad.
Aquí me acuerdo siempre del maravilloso final de la película “Los viajes de Sullivan”, del por desgracia bastante olvidado director estadounidense Preston Sturges. Allí, su protagonista, un cineasta muy exitoso que pretende retratar la miseria humana a través de un «estilo crudo y realista», acaba descubriendo que la experiencia comunitaria del cine adquiere su sentido con la sonrisa. Y concluye, «hacer reír a la gente tiene mucho mérito. ¿Sabéis que es lo único que tiene mucha gente? Es poco, pero es mejor que nada en este mundo de locos». Bendita locura y gloriosa fiesta.
Joseba Bonaut Iriarte, profesor titular de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad de Zaragoza