Una sala de cine española al acabarse una película.

Una sala de cine española al acabarse una película. EFE

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Cine español y patriotismo

Juan Luis Calbarro
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Hace unos días se cumplió aniversario de la rendición del destacamento español de Baler, Filipinas, el 2 de junio de 1899, once meses después de que España capitulara ante los Estados Unidos y perdiera la soberanía sobre aquel archipiélago asiático. A cuento del aniversario, Ángel Zurita publicó en este blog un artículo sobre la película Los últimos de Filipinas, estrenada en 2016, que colgué en mi muro de Facebook y ha sido objeto de varios comentarios acerca de la relación entre dicho filme y la historia heroica que en él, según algún comentarista, queda deslustrada por una interpretación y un final más escépticos que patrióticos.

Para algún otro, es imposible que una película sobre el tema pueda terminar de otra manera, por heroicos que pudieran ser los hechos narrados, dado que "las guerras de Cuba y Filipinas se disputan duramente con Annual el derecho a ser los momentos más bajos de la historia de España, sacando varios cuerpos de ventaja a la Guerra Civil, que ya es".

Es cierto que 1898 fue desastroso en todos los sentidos para España, porque se trataba de una España bastante desastrosa en su conjunto. La profunda decadencia humana, militar y política reinante (de la que la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas era más bien consecuencia que causa) ya la señalaron y lamentaron suficientemente nuestros Unamuno, Azorín, Maeztu, etc. Pero esa decadencia no impidió que un hecho particular como el sitio de Baler contuviese elementos heroicos inequívocos. Naturalmente, el episodio pudo ser procesado a posteriori por sus protagonistas de manera positiva o negativa. Y la historia, el arte y la crítica en general pueden también interpretarlo en cualquier sentido, y será lícito. Incluidos, por supuesto, la literatura y el cine.

Sin embargo, y dejando aparte el que hace mucho tiempo se llamaba de arte y ensayo (un cine de tipo más intelectual y elitista, más reflexivo y menos comercial), el cine mainstream tiene por objetivos ganar dinero y, como aspiración y consecuencia inevitables, crear un universo simbólico a través de la emoción. El componente de reflexión en el cine comercial aparece en una proporción y con una intensidad muy inferiores a las del cine de elite. Básicamente no es cine crítico, sino de emociones.

Todos sabemos que lo que en él se cuenta es ficción –o versión libre del director–, pero genera en nosotros un imaginario y un mundo afectivo, sobre todo cuando somos jóvenes, eficaz y duradero. Por eso seguimos viendo a los indios como a los malos de la película; imaginamos a los policías de Nueva York desaliñados y escépticos pero honestos; reconocemos y aceptamos de inmediato los roles en una película producida por Disney y nos identificamos de forma acrítica y emocional –como mucho un poco irónica– con ese personaje egoísta, miserable, machista y descerebrado que es Homer Simpson (quien dice cine, dice series de televisión o dibujos animados).

Desde este punto de vista, entendemos que otros episodios célebres –aunque mucho menos extraordinarios que el mencionado– como el asedio de El Álamo o la batalla de Little Big Horn hayan pasado al universo simbólico de los norteamericanos (y al de muchos no norteamericanos) tal y como han pasado a través del filtro de la literatura y el cine. No importa que los mexicanos tengan otra versión de El Álamo, ni que el papel del coronel Custer y su 7º de Caballería haya sido cuestionado por los historiadores.

Da igual: el cine no está para hablar de la verdad, sino de la belleza; y hay pocas cosas más bellas que el Errol Flynn de Raoul Walsh enfundado en su guerrera de flecos disparando las últimas balas de sus colts (con ese estilo desmañado de la época, tal vez herencia aún del cine mudo), en pie sobre el montón de cadáveres de los que habían sido sus hombres, rodeado de aquel carrusel infinito de siux, tirando finalmente del sable en defensa del banderín de su regimiento y a los acelerados acordes de Garryowen hasta que un disparo de Anthony Quinn, finalmente, lo derriba. A quién rayos le importa que las cosas sucedieran o no de esa exacta manera.

A lo que iba: en las películas americanas, los héroes son los americanos. En las películas francesas, los franceses. En las británicas, los británicos. En las películas españolas, en cambio, un hecho histórico objetivo de excepcional heroísmo se convierte por obra y arte del cineasta en motivo para cuestionar el patriotismo español. Y eso que ya no estamos en 1898, ni cerca.

Durante varias décadas, un cine español con pretensiones comerciales, no de arte y ensayo, se ha dedicado sistemáticamente a poner en tela de juicio la idea de España, o cierta idea de España. Dominado por los corajudos antifranquistas del posfranquismo, el mundo de la cultura española y, en particular, el cine español han querido demostrar que España siempre se había equivocado. Que en realidad la idea de España es fea, cutre y maloliente. Y que ellos, cineastas e intelectuales, sabían de todo eso mucho más que el público, a quien habían decidido no emocionar, sino castigar por ser español.

Debe ser el único caso del mundo en que un gremio artístico impone a su comunidad una visión de las cosas denigrante para la misma comunidad y, lo que tiene aún más mérito, solicitando de la misma y obteniendo con mucha frecuencia jugosas subvenciones con las que seguir imponiéndole ese universo simbólico descorazonador, triste y regañón.

Braveheart es un buen ejemplo de lo contrario: siendo un pastiche histórico infame y sin rigor, se trata de una película muy potente desde el punto de vista simbólico, que es lo que pretendía Mel Gibson. Pero hay muchos más ejemplos, dentro y fuera del cine: los nacionalistas catalanes, sin ir más lejos, han escogido a un personaje menor y muy dudoso en cuanto a su patriotismo, Rafael Casanova, han ignorado la realidad histórica y lo han elevado a la categoría de héroe nacional (lo que vuelve a demostrar que el nacionalismo catalán tiene más de arte que de política).

No vamos a defender que el cine se tenga que convertir en propaganda ni en hagiografía, ni que prescinda de un mínimo sentido crítico. Pero los franceses (y todo el mundo, que es lo que realmente importa) han sacado buen partido de los Tres mosqueteros de Dumas. Sin ser personajes reales, transmiten un mundo simbólico con el que sentir emociones y apreciar valores... La historia de España y su literatura ofrecen innumerables ocasiones de emocionar al público con hechos heroicos, dantescos, mezquinos y grandiosos. ¿Por qué escoger siempre la mezquindad? ¿Qué clase de complejo nos aqueja? Otro comentarista de nuestro muro nos presta su hipótesis: desde la caída de nuestro imperio, somos como hijos que no están a la altura del padre y tratamos de romper vínculos con él para poder justificar nuestro presente modesto, quizá vergonzante.

En efecto: se trata de un acto de guerra memética. Daño gramsciano. Y es que, cuando un cineasta se aparta de forma consistente de la realidad, suele tener una propaganda que servir o un complejo que encauzar. A Mel Gibson le pegó un niño inglés de pequeño y en sus películas los ingleses son –todos, siempre– criminales abyectos, malvados, afeminados, retorcidos, estúpidos. Para que el malo no sea inglés, una película de Gibson tiene que transcurrir en la Jerusalén del año 30 o en el Yucatán prehispánico. Y el odio que le tiene Gibson a Inglaterra parece tenérselo buena parte del cine y de la cultura de España… a España.

Lejos de postular el cosmopolitismo y que todo sentimiento nacional es malo, se trata de afirmar que el nuestro es especialmente malo. Especialmente culpable. De, en el caso que dio lugar a estas líneas, tomar la figura del soldado español en una de sus más finas y nobles horas y revolcarla en el barro. Es contradictorio sostener por un lado que la película "no podía acabar de otra manera" mientras se afirma por otro la libertad creativa del artista en el tratamiento e interpretación de los hechos históricos. 

Es cierto, un artista es libre de hacer lo que quiera; pero a nosotros no tiene por qué parecernos bien. Y podemos negarnos a pagar por ver su película o por leer su libro. Y nos negamos.

Este artículo no hubiera sido posible sin la colaboración de Javier Gil, Pablo Enrique Arias y José Tejada Gómez. Gracias.

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