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Europa en su encrucijada

Pedro Peral
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El pasado martes, se celebró la festividad de san Benito, proclamado en 1964 por Pablo VI Patrón de Europa por el impulso que dio al consorcio de los pueblos europeos, a la ordenación de la Europa cristiana y a su unidad espiritual.

En 1982, Juan Pablo II lanzó un grito lleno de amor: “Vieja Europa, vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”.

El angustioso llamamiento del Papa que había vencido al comunismo en 1989 no fue oído. Por el contrario, en 2005, el Parlamento Europeo aprobaba la Constitución, cuya redacción levantó una exasperada controversia: ¿debería constar en el preámbulo una referencia al cristianismo, al citar las fuentes de la específica civilización europea? La Constitución contiene unas setenta mil palabras y, sin embargo, la única palabra que no tuvo cabida fue cristianismo. Con calzador se forzó una mera alusión a la “herencia, cultural, religiosa y humanista”.

Es ya un cliché advertir que Occidente es una civilización postcristiana, y eso es cierto si atendemos a las leyes, las actitudes, las ideas dominantes y las nuevas tendencias.
Europa es el espacio político donde la adaptación de la democracia a la realidad social se encuentra en estado más avanzado. El proyecto europeo representa, por ello, una realización inédita en la historia política de la humanidad.

Daniel Innerarity en su último libro La democracia en Europa, ante el escepticismo que despierta Europa en muchos actores sociales y políticos, insiste en que no nos encontramos ante un déficit de democracia, como denuncian algunos, sino de inteligibilidad.

Invita el autor a abandonar una concepción de la legitimidad política soberanista, en la que la unidad territorial y la -supuesta- cohesión cultural delimitaban un ámbito claro de soberanía política. Europa es un espacio político de soberanías compartidas, en el que las interdependencias son cada vez mayores y en el que cada vez resulta más complicado distinguir entre nosotros y ellos. En este contexto, Innerarity apuesta por una democracia no identitaria, sino reflexiva, en la que lo que se comparte no son lenguas, culturas, religiones o valores, sino más bien unos riesgos y unas necesidades comunes, a las que resulta más ventajoso hacer frente cooperativamente que en clave antagónica.

La crisis económica ha mostrado, sin embargo, las deficiencias en el proceso de integración política, la ausencia de mecanismos adecuados para dar respuestas a los problemas del euro y de la deuda; y también que el diseño de la Unión no contemplaba la posibilidad de retrocesos o fracasos. Resulta obligado entonces, concluye Innerarity, no fiarlo todo a la confianza ciega en el futuro, sino politizar de verdad Europa. Esto significa, en primer lugar, entender Europa como un espacio abierto a la libertad de los ciudadanos, que están llamados a ser protagonistas de su futuro, y no precisamente a través de una democracia directa y asamblearia tan del gusto populista.

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